Muchos de los debates políticos de los que la prensa se hace eco fomentan la polarización. La polémica es lo que vende, no así la búsqueda del consenso, a pesar de que las respuestas más enriquecedoras residen en la síntesis de los diferentes puntos de vista. Abrazar una de las posturas más radicales y unilaterales difícilmente suele ser la conclusión más inteligente, pero es la que aporta los titulares más golosos. Debatir es provechoso cuando se procuran respuestas holísticas, integradoras e inteligentes, y lo es menos cuando se busca dividir a la sociedad mediante la trivialización.

Con frecuencia, los debates no pretenden fomentar acuerdos o educar, sino más bien disgregar o segregar la sociedad en subgrupos, interesadamente, para que, llegado el momento, voten a los diferentes partidos políticos en liza. Estos, aunque no cotizan en el Ibex, operan como empresas en democracia, de la que son protagonistas, inspirados en principios fundacionales, pero movidos por intereses tan materiales como los escaños, los gobiernos y los presupuestos. Los debates se acentúan en las precampañas y campañas electorales. ¿Cómo si no arrastrar el voto de los indecisos, de aquellas personas cuyos valores e ideología se difuminan en el espectro del arco político? Los procesos electorales necesitan polarizar a la población creando brechas de opinión en segmentos sociológicos que, en gran medida, comparten valores y prioridades.

Contemplar estos debates desde la atalaya de las Matemáticas es un ejercicio fascinante pues las dinámicas, complejas y profundas en apariencia, acaban resultando más o menos obvias, pero no por eso carentes de interés.

El matemático e informático Stuart P. Lloyd ideó, ya en 1957, en los laboratorios Bell de Estados Unidos, un algoritmo frecuentemente utilizado en las ciencias de datos y que tiene como fin clasificar grandes masas de datos en diferentes categorías. Sus aplicaciones son de lo más relevantes pues en la vida cotidiana y en todos los procesos de decisión, tecnológicos e industriales, clasificar es transcendental. En el día a día debemos discernir entre lo verdadero y lo falso, y nuestros médicos han de identificar los pacientes de riesgo o los infectados, diferenciándolos de los sanos. En cualquier proceso productivo se deben separar los artículos aptos para la distribución y comercialización de los defectuosos. Y la gobernanza pasa por determinar el nivel de impuestos que habrá de abonar cada colectivo.

El algoritmo de Lloyd es sencillo, bonito de contemplar en acción. Su implementación conduce a un mapa cambiante, de fronteras móviles, que poco a poco se estabiliza, dando lugar a una partición (Diagrama de Voronoi) como la que hoy presenta el mapamundi.

El mundo evoluciona y los mapas cambian al son del algoritmo de Lloyd que alterna dos movimientos, como cuando conducimos la bicicleta, combinando pedaladas y giros de manillar. En ese proceso, que se repite incesantemente, cada país traslada su capital a su centro geométrico, para después reclamar como propias las tierras que están más cerca de su capital que de las otras. Eso explica el histórico baile de fronteras que tiende a estabilizarse pero que se excita y desestabiliza nuevamente cada vez que un país decide invadir parte de otro o cuando una región o nación se independiza. De este modo, muchas fronteras han cambiado en las últimas décadas, a pesar de que de niños aprendiéramos la geografía como si se tratara de una configuración estática.

Ya de niño, mucho antes de conocer el algoritmo de Lloyd, aunque para entonces ya se había concebido, cada vez que en la Plaza de Untzaga veía el cartel que decía, exclusivamente en español, “Bilbao 45 kms–San Sebastián 72 kms”, me preguntaba por qué Eibar, más cerca de Bilbao, era parte de Gipuzkoa y no de Bizkaia, y por qué la frontera entre los dos territorios estaba localizada en los límites de nuestra ciudad, tan asimétricamente ubicada con respecto a las dos capitales.

Los debates de los medios de comunicación no son más que reflejo público de los mensajes deliberadamente diseñados con el fin de ganar ventaja en la dinámica política, como la de Lloyd, pero en una versión más compleja pues, si bien cada país tiene normalmente sólo una capital, los partidos políticos son multifocales.

Por ejemplo, en el debate sobre la sanidad pública se nos plantea, no sin ciertas dosis de demagogia, si queremos médicos que sepan euskera o buenos profesionales. Estos dilemas polarizan a la población para que la mayoría de los ciudadanos que no dominan la lengua minoritaria apoyen a los partidos que pretenden priorizar la calidad del servicio médico, sin nunca llegar a manifestarse abiertamente en contra de la lengua minoritaria, pues también necesitan de los votos de la minoría bilingüe.

Lo mejor de esos debates son los ingeniosos comentarios y chistes que fomentan en las redes sociales. El otro día un bloguero euskaldun se preguntaba irónicamente si queremos buenos periodistas o periodistas que sepan español, adjuntando un titular de periódico en el que el desdichado periodista se refería a un misil hipersónico comparando su velocidad con la de la luz, confundiéndola con el sonido.

Pero lo cierto es que hay profesionales de la política que, con mucho éxito a la vista de los resultados, han construido sus perfiles de liderazgo empleando constantemente estas preguntas provocativas de diseño, deliberada e innecesariamente discriminatorias. Se trata, como en el algoritmo de Lloyd, de crear en primer lugar una brecha de opinión, antes inexistente, como quien invade el bosque a machetazos, para después invadir el vacío que la perplejidad genera, a zancadas y pisotones, expandiendo las fronteras de los caladeros de votos.

La máxima expresión de esa dinámica, menos evidente pero también presente en la política vasca, es el recurso al insulto, al “¡Y tú más!”.

Lejos quedan los tiempos en los que la política se guiaba por la ideología y el anhelo de crear una nueva sociedad basada en la síntesis de distintos valores cuando, a través del ejercicio de la razón, se pretendía incrementar los niveles de consenso.

Cuando un partido se modera, recentra su discurso, define mejor sus prioridades y las explica con mayores dosis de pedagogía, se le acusa de filibustero por temor a que amplíe su espacio electoral. A la vez, los partidos tradicionalmente mayoritarios presentan sus bandazos y zigzags como fruto de la reflexión, de su ductilidad, y de la búsqueda del bien común.

Afortunadamente, contamos con una ciudadanía cada vez más educada, que aún sin conocer el algoritmo de Lloyd, ni falta que hace, es capaz de enmarcar esos debates en esa dinámica interesada consistente en crear brechas artificiales de opinión para después invadir un palmo más del territorio votante.

Las próximas elecciones auguran un empate técnico que tendrá, de entrada, un carácter simbólico, pues todo parece indicar que los resultados arrojarán una mayoría continuista ya apalabrada, echando mano, si hace falta, de los que nunca se enroscan la txapela. A pesar de ello, es importante que cada ciudadano exprese su opinión sin desánimo, pues sólo de ese modo se podrá hacer balance de la evolución de nuestro mapa sociológico.

Las leyes electorales están obligadas a simplificar en exceso la proyección de la expresión de las urnas. Así, la mitad más uno determina el signo de los gobiernos, pero los movimientos sociológicos de fondo que se desprenden del reparto de los escaños nunca pasan desapercibidos y acaban impactando en todo el arco parlamentario y en el devenir del país. No es cierto que haya realidades sociopolíticas inamovibles. Como especie llevamos milenios habitando el planeta y los cambios no hacen más que acelerarse.

De todos modos, los debates excluyentes no son exclusivos de la política. Ocurre lo mismo, por ejemplo, en torno a la inteligencia artificial, en un intento estéril de compararla con la inteligencia humana. ¿No reside acaso en la síntesis de ambas nuestro futuro? ¿No hace más admirable aún la inteligencia humana el haber sido capaz de crear la inteligencia artificial?

Como sociedad nos interesa elevar el nivel del debate en los temas relevantes para un futuro sostenible.

Por cierto, en relación a si queremos médicos euskaldunes o buenos médicos, creo que los buenos médicos euskaldunes, como lo son la mayoría que se forman en nuestras universidades en la actualidad, merecen tener oportunidad de trabajar en su país, como desean.

Matemático. FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid