Hace unas semanas, en uno de esos concursos televisivos de extraordinaria audiencia y que se proyectan buscando el conocimiento general de los participantes con preguntas de todo tipo y materia, apareció una cuestión que comenzando por la letra J buscaba la palabra representativa de la definición “soldado otomano que se encargaba de velar por la seguridad del sultán”. El concursante en cuestión desconocía el término. Al instante respondí: “Yo sí sé la respuesta”. El vocablo en cuestión era jenízaro.
Los jenízaros (del turco Yeniçeri, que significa “nuevas tropas”) eran un cuerpo del Imperio Otomano formado por unidades de infantería adiestradas para custodiar al Sultán y las dependencias del Palacio Real. Esta especie de guardia pretoriana fue fundada por Murad I en 1330 e inicialmente estuvo formada por adolescentes y jóvenes provenientes de familias cristianas y de prisioneros de guerra. El hecho es que los jenízaros fueron el primer ejército otomano permanente, cuyos miembros recibían una preparación profesional para la guerra, con duros entrenamientos físicos. De origen griego, albanés, serbio o búlgaro muchos de ellos, se les instruía en la religión musulmana y aprendían idiomas, literatura y otras disciplinas. Hacia finales del siglo XVI se convirtieron en un auténtico cuerpo de elite de difícil acceso y al que muchas familias ofrecían a sus hijos con el objetivo de medrar socialmente. El poder de los jenízaros llegó al punto de que en el siglo XIX intentaron deponer al Sultán, lo que llevó a Mahmud II a abolir el cuerpo tras una brutal purga en la que fueron ejecutados todos sus miembros (solo en Constantinopla murieron más de diez mil jenízaros)
Mi conocimiento del término buscado en el programa televisivo y de su significado no respondía a que yo fuera más listo que los concursantes que a diario buscan con aplomo y sabiduría contemplar el rosco que les reporte un suculento bote de miles de euros. Tampoco mis conocimientos de la historia son notables como para tener retenido un dato tan concreto. La razón de mi acierto era mucho más sencilla. Hace unos años, había un dirigente de mi partido que utilizaba la ironía para todo. Su especial filosofía y la forma en la que expresaba sus ideas hacía, en ocasiones, que tuvieras que interpretar sus palabras para entender con acierto aquello que quería decir. Y en uno de sus asertos jocosos, refiriéndose a los círculos de personas que rodeaban y protegían al líder se refirió a ellos como “ejército de jenízaros”.
Aunque pueda resultar un tanto peyorativa la mención, estoy seguro –conociéndole como le conocí– que no lo hacía de manera despectiva ni tan siquiera como crítica. Jenízaros. Así que tuve que documentarme para conocer a qué se refería con tal apelación.
Solo entonces supe quiénes eran los señalados jenízaros. Aquellos bravos soldados de apariencia un tanto grotesca por su indumentaria (un gorro con turbante y una larga pluma de avestruz) pero tremendamente vigorosos en la defensa del sultán al que reverenciaban como si fuera su auténtico padre. Una especie de templarios pero en versión otomana.
A quien escuché por primera vez hablar de los jenízaros se llamaba Josu Olazaran, por entonces burukide de organización en el PNV y hoy tristemente desaparecido. Un personaje entrañable y cuya huella en la vida interna del nacionalismo vasco fue en una época muy reseñable. Olazaran, desconocido para el gran público, fue un destacado protagonista del PNV en los dos últimos decenios del siglo pasado.
Eran otros tiempos. Se actuaba de manera distinta. Ni mejor que peor que la de ahora. Diferente. La acción política era más pasional. Ruda en ocasiones. Directa. Analógica. En un contacto directo con la calle. Por entonces, el nivel de pugna entre partidos rozaba lo físico. Política de hombres. Sin la incorporación de la mujer a la primera fila. Filias y fobias a flor de piel.
En el PNV su militancia había sufrido hasta dos crisis internas. Mucho sufrimiento y desazón por el divorcio familiar y por la pugna en el mantenimiento de la sigla histórica. La legitimidad de una organización centenaria de la que se desgajaban ramas pero cuyo tronco se mantenía firme y vivo para que en el futuro inmediato siguiera dando brotes que alimentaran de sombra a las generaciones venideras en este país. Y en ese marco tan complicado surgieron figuras singulares entregadas a dejarse el alma para dar protección al proyecto nacionalista.
Personajes como Josu Olazaran, un militante de aquella Margen Izquierda en la que antaño nacionalistas y socialistas habían estado a la greña pero a los que Franco y su represión había conseguido apaciguar y amistar. Un abertzale de organización, de redes y consignas. Capaz de identificar cada pueblo de Bizkaia con el nombre y los apellidos de sus principales activistas. Gente de orden, fiable y de garantía ciega. Infantería social para un partido con vocación de gobierno y de convertirse en la espina dorsal de un país en construcción.
Josu Olazaran, era un personaje socarrón. Suave y áspero a la vez. Guardián de las esencias pero heterodoxo. Un “zorro sutil y aparatero” que cantaba habaneras y que creía que las elecciones se ganaban, en ocasiones, tomando vinos por las calles. Irónico. Elegante y sabedor de que el éxito solo llega trabajando, tras sucesivos fracasos. Él así lo había experimentado en Sestao, municipio en el que el nacionalismo vasco ostenta hoy la alcaldía pero donde durante largos años fue fuerza política residual. Amigo de sus amigos y, también, enemigo de sus enemigos. Un producto arquetípico de un espacio y un tiempo.
Burukide. En el Bizkai Buru Batzar primero y en el EBB después. Exponente de una generación que se va. Con Jesús Insausti Uzturre, Jabier Atutxa, Pedro Aurtenetxe, Luis Mari Retolaza, Xabier Arzalluz, Gorka Agirre…
Josu Olazaran Sagardui. Uno de los últimos jenízaros jeltzales.
Hoy, aquella forma de hacer política, política de poder tocar, sólida y analógica, ha desaparecido prácticamente de nuestro mapa. El discurso, la imagen han acabado con la práctica de la calle. Y quienes se mantienen en la plaza pública lo hacen como reivindicación, protesta, o como símbolo de agitación.
Por el contrario, se impone lo evanescente, lo efímero, el like de las redes sociales. Hoy se puede decir o hacer cualquier barbaridad sin que ello te pase factura. O, al contrario, la decisión u opinión de otros –de un juez, de un medio de comunicación, de un bulo lanzado en las redes sociales…– pueden condicionarlo todo.
Trump podrá insultar o mentir abiertamente en una comparecencia pública sin que su actitud le penalice. Al contrario, sus excesos servirán para alimentar sectariamente a sus fieles que le seguirán apoyando sin el menor ánimo de crítica. Y así seguirá siendo aunque el magnate esté procesado y condenado por tribunales norteamericanos.
Otro tanto ocurre en las proximidades de nuestro entorno con la líder del PP en Madrid. Nada le altera. Ni la vergüenza de sentirse pillada en la mentira. Nos sonrojamos los demás –no ella– por su atrevimiento y por su insolente falta de escrúpulos. Y todo se fragua en un clima de polarización y de enfrentamiento discursivo lamentable en el que la carrera por el desprestigio del de enfrente, el reproche del “tú más” viene a ser jaleado por unos medios de comunicación de parte (de unos y de otros) que alientan el triste espectáculo como si fueran máquinas de fango (Umberto Eco dixit).
En Euskadi, por fortuna, no hemos llegado a esos límites. Pero la acción política también se ha transformado en una lucha de comunicación. Pese a que la coyuntura del país, la Euskadi real, presente una fotografía positiva, se ha instalado un ánimo de protesta e insatisfacción difícil de disipar. Son sensaciones, percepciones, todas ellas subjetivas, alimentadas desde tiempo atrás por quienes se han abonado al “todo está mal”. Y hacer frente a este desgaste de “emociones” que cada cual alimenta con su propia experiencia, no resulta fácil.
Quizá en los tiempos de Olazaran las elecciones se ganaban en la calle –“tomando txikitos”–. Hoy no. Sin embargo, hoy como ayer, quienes pretendan obtener la confianza de la ciudadanía no deberán perder la referencia a tres principios que desde siempre han sido fundamentales:
- Tener un compromiso ético y democrático de respeto a los derechos de todos y todas,
- Responsabilizarse de lo hecho en el pasado, dando cuenta de lo prometido y cumplido y...
- ...Compromiso firme de gobernar y de trabajar para todos. Para quienes piensan como tú y para quienes no lo hacen.