Cuando hablamos de moralidad parece que debemos de ponernos serios y adoptar un rictus adusto, pues la palabra en sí insinúa que vamos a abordar cuestiones sesudas, de las que se ha hablado a lo largo de la historia del pensamiento humano, y que son, precisamente, personalidades de muy alto raciocinio quienes abordan tan reflexivo contenido.
No obstante, y a pesar de las apariencias, todos somos expertos en moralidad, todos sabemos aquello que es intolerable, y todos tenemos la convicción de que hay conductas, y comportamientos, exigibles a los individuos con los que socializamos.
Hablamos de este modo, de comportamientos, virtudes y deberes que deben vestir al buen ciudadano según nuestro criterio, y también el criterio de la comunidad de la que formamos parte. Visto así, la moral, consta de comportamientos, y conductas esperadas, calificadas por la generalidad como demandables, y por tanto morales, a las que debemos adherirnos para que seamos admitidos.
Da igual lo amplio o restringido del grupo. En todos hay comportamientos aceptables y otros que no lo son. Este tipo de actos no aceptables obtienen la reprobación, y, por tanto, tienen repercusiones para aquellos que entran en conflicto llevando a cabo acciones, o comportamientos proscritos dentro del endogrupo.
La moralidad, la búsqueda de la integración, el sentirse acogido como individuo dentro de una comunidad, es algo que tiene y ha tenido una importancia radical dentro del desarrollo y evolución del género humano. Se ha mantenido que el ser humano como especie, si en algo se ha diferenciado frente a otras especies afines, es precisamente, porque somos los que mejor sabemos cooperar. Se trata de nuestro rasgo evolutivo más marcado. El apoyo mutuo es el elemento de tracción que ha configurado al ser humano en el lugar que ahora ocupa. Es una tendencia natural que poseemos.
La integración dentro de un determinado grupo requiere que dentro de ese grupo se establezca un determinado orden, y que ese orden sea respetado por sus integrantes. A lo largo de la evolución humana estas reglas de cooperación adaptativa, que podemos denominar reglas morales primigenias, se han gestionado de manera diversa. La moralidad evolucionó pasando de cumplir una función prosocial a pasar a engrosar una colección de herramientas que han ido tallando las reglas de convivencia en nuestra sociedad milenio tras milenio.
Si yo soy un buen ciudadano, y cumplo con las conductas que se consideran como óptimas dentro de mi comunidad, tendré como recompensa una serie de derechos, que serán la cara de mis obligaciones.
Estas obligaciones y derechos no son sólo partes separadas que construyen en la actualidad las señas de una recta ciudadanía, sino que son piezas de una única ciudadanía. Podría concluirse que la moral tiene que ver con no dañar, pero no solamente con eso, sino también con evitar defraudar la confianza de nuestro grupo social.
Entorno a la moral se encuentra la ética. Moral y ética son, en este contexto, herramientas que nos ayudan a configurar nuestro carácter, y que de una u otra manera nos facilitan modificar, cambiar, modular, y forjar nuestro carácter viviendo de manera proactiva en el seno de nuestra comunidad, pudiendo, de este modo, llegar a tener una buena vida, aun cuando nuestra libertad se encuentre condicionada. Condicionada sí, pero existe, no lo olvidemos.
La moralidad se encuentra al mismo nivel del juicio y del raciocinio. Este nivel hace que se interioricen los objetivos y las necesidades de los demás, de modo que pueda dirigir mi propia conducta. Para la consecución de esos objetivos debo tener presente: la empatía, la reciprocidad, la cooperación, y el raciocinio.
Parece un contrasentido argumentar en contra de la moralidad después de lo dicho, ya que necesitamos de la moral, para mantener a raya las pulsiones individuales y permitir de este modo la vida en grupo.
Andando en el tiempo se ha ido imponiendo una postura en la que la moral pasa de una concepción neutra a un fenómeno que podemos denominar de moralización. Algo que antes era neutro y equitativo pasa ahora a ser incluido dentro de una esfera relacionada con nuestra mente moral. Es a partir de este momento cuando nuestra preocupación se relaciona más con la estética, que con lo ético y moral.
El estatus, la reputación, etc. hacen que nuestras actuaciones y nuestro repertorio moral se realice de cara a la galería. Nuestras conductas morales son dirigidas a observadores externos y nuestras acciones sirven para que esos escrutadores externos alaben nuestra virtud y en ocasiones nos pongan como ejemplo. En este escenario es cuando se produce un salto, y cuando la moralidad deja de ser un valor que une a los grupos humanos.
Esta transformación supone que hayamos convertido a la moral en un arma de doble filo. En sociedades laicas como la nuestra, en donde la Iglesia ha dejado de ser la entidad que capitaliza y gestiona los designios de un ser divino que nos hace saber lo que está bien y lo que no es correcto y adecuado, en plena crisis del catolicismo, y ante la ausencia de un definitivo aggiornamento de la Iglesia –propuesto en su momento por Juan XXIII–, se puede observar cómo lo que antes era gobernado por la Iglesia, ahora es administrado y manejado en el marco de un nuevo despertar pseudorreligioso, que ha comenzado a imponerse en los países anglosajones y que recibe el nombre de justicia social crítica. Esta tendencia que comienza a extenderse por las sociedades laicas, tanto en los Estados Unidos, como en Europa, intentan llenar el vacío que se está produciendo por el colapso de la religión y del catolicismo en los países occidentales.
Estas nuevas tendencias que marcan la pauta política en muchos países abren las puertas de los antiguos demonios y persecuciones propias de otras épocas pasadas, estableciéndose como brújula moral de nuestras sociedades. Todo este proceso funciona sin un sistema de control que antes venía establecido y dentro de nuestro ámbito, por la Iglesia. Vivimos en el mundo del pecado, pero sin un Dios, y sin la opción de la redención y del perdón.
Los grupos políticos que buscan y auspician la ruptura con todo, santifican el victimismo, y mantienen que debe desmantelarse todo el sistema social y político construido hasta el momento.
Este credo de nuevo cuño se fundamenta en que no se debaten las ideas contrarias a sus postulados, sino que viene a establecer que sus postulados son los correctos, y que de ellos emana la razón y la verdad y que, por tanto, no precisa debatir otras ideas y postulados contrarios a su sino.
Lo que se impone es la demonización del oponente político, o simplemente del que piensa de modo diferente. Las noticias falsas, sesgadas e impuestas desde los que se creen con una superioridad moral frente a los otros, es lo que prevalece. La opinión es la que gana terreno frente a la información. Lo importante es estar al lado del bueno, para evitar ser laminado socialmente.
No presenta el mismo peso, ni relevancia, el que critiquen tu ideario político, o tus posicionamientos, a que te juzguen y digan que eres abyecto, malo y miserable.
Si pensamos que los que tienen una moralidad distinta atacan nuestra propia existencia e identidad, y seguimos mezclando dentro de un código binario de bueno/malo, tenemos prácticamente todos los ingredientes para la polarización, y para que la democracia como sistema sea prácticamente inaplicable.
Es fácilmente detectable el exceso de moralidad en nuestros días, pasen y vean, estén atentos, con los oídos bien afinados, y comprueben en su entorno más cercano, en su empresa, entre sus compañeros, vecinos, familiares, amigos, etc. como los argumentos moralizantes surgen por doquier. Esto es gravísimo, pues la libertad de expresión del que opina de modo contrario se ve continuamente bloqueada por el miedo a opinar de manera diferente. Es el bloqueo del rival, o del que opina de manera divergente. Es lo que se conoce como la política de la clausura o de la suspensión.
La democracia requiere negociar, hablar, tantear, humildad y respeto; y sí, en definitiva, la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás –W. Churchill–. Si aceptamos este axioma, no podemos pensar que el oponente es mismísimo Belcebú.
Necesitamos del juego de la moral más que nunca, porque es el sello de nuestro origen y devenir como especie, pero al mismo tiempo urge más que nunca sacar la moralidad de nuestro juego diario, y sobre todo de nuestro sistema político y social, evitando el uso de las redes sociales para acabar con el adversario, o con aquellos que no comparten nuestro ideario o nuestras posiciones, con quienes no queremos debatir sobre lo que piensan, pero sí juzgarlos por lo que piensan, cual aprendices flamígeros de Torquemada, bajo valores y convicciones excluyentes e inadmisibles. l
Técnico de Prevención de Riesgos Laborales Mondragon Unibertsitatea