El mundo en el que vivimos tiene muchos infiernos. Siendo todos ellos condenables, hay uno que llama la atención: Afganistán. Es ese país, 19 millones de mujeres, adultas y niñas, tienen prohibido salir solas a la calle, ni pueden estudiar, ni pueden viajar solas, ni tienen permitido sacar dinero del banco, ni abrir una cuenta, ni pueden conducir, ni ir a la peluquería ni pueden ser propietarias de su vivienda. Son 19 millones las que ven que sus vidas empeoran día a día desde que hace dos años los talibanes se hicieron de nuevo con el poder, y tienen prohibido ir a trabajar, no pueden ir a los parques, ni a los baños públicos, ni al gimnasio. No pueden vestir como quieran, el burka es obligado, no pueden llevar tacones y tienen prohibido hacer deporte, no pueden maquillarse, ni escuchar música, ni montar en bici, ni bailar.
Pero pueden ser legalmente pegadas, torturadas, violadas, vendidas, obligadas a casarse. Azotadas en público. ¿Quién puede vivir así, bajo semejante opresión?
Recuerdo que en 2001 un clamor internacional pedía el derrocamiento del régimen talibán. ¿Quién podía negar su aplauso y apoyo a un objetivo tan loable? Había que derrotar a Al Qaeda. Y más aún, había que liberar a las mujeres de la opresión del régimen talibán. Este último objetivo fue precisamente el gran argumento de políticos, analistas y medios de comunicación para que occidente comprara la invasión decidida en Washington, como un mal menor. Pero lo cierto es que, veinte años después, Estados Unidos tuvo que retirar sus tropas ante el cansancio de la sociedad estadounidense y, sobre todo, ante el cansancio de no poder ganar la guerra.
El presidente Joe Biden dejó las cosas claras cuando tuvo que defenderse de la acusación de haber perdido dos décadas para terminar negociando con los talibanes y entregarles el país. “No vinimos a traer la democracia, nuestro único interés no era otro que proteger nuestra seguridad nacional”. Es decir, hacer de Afganistán un país democrático, de libertades, nunca fue el propósito norteamericano. Estados Unidos nos vendió una mentira, como lo hizo con Irak.
Lo cierto es que Estados Unidos perdió la guerra y para garantizarse una salida fácil negoció la transferencia de poderes. Estados Unidos no entregó el país a sectores democráticos, sino que lo hizo a extremistas de las montañas que tras una tregua engañosa en la que se prometía mejorar la vida del pueblo afgano y en especial de las mujeres, pasó a mostrar su verdadera cara criminal. Y los mismos que defendieron la invasión hace veinte años, ahora se lamentan del desplome de un país teocrático. ¡A quién le importa hoy Afganistán!
Nada alcanza el horror impuesto por el régimen talibán en dos décadas de ocupación militar. Estados Unidos ha abandonado un país sin presente ni futuro. Ni EEUU ni sus aliados han logrado evitar que Afganistán siga siendo uno de los peores países del mundo para las mujeres, como han advertido organizaciones de derechos humanos, activistas y periodistas afganas, sin conseguir nunca suficiente reacción internacional. Ahora la toma del país por los talibanes amenaza con empeorar aún más sus vidas.
En Afganistán si eres mujer no puedes reír. Tampoco hacer ruido al andar. Este es el país que Estados Unidos y occidente dejan atrás. No sé si hay país peor para las mujeres.
Durante los veinte años de presencia militar extranjera se han seguido registrando ataques a mujeres cuando se desplazan a la escuela o al trabajo. Los porcentajes de violaciones y de casos de violencia machista son muy elevados, así como los índices de abusos sexuales cometidos por las fuerzas de seguridad. Las jóvenes afganas no están escolarizadas en un 75%, afrontan casamientos no queridos con menos de 16 años.
La periodista de la Cadena Ser Olga Rodríguez, estudiosa de Afganistán, ha denunciado durante años la situación de las mujeres en ese país. Pero las denuncias de periodistas, analistas y organizaciones de derechos humanos, algunas de ellas de prestigio como Amnistía Internacional, han caído en saco roto. Olga Rodríguez denuncia cómo la Unión Europea consideró que Afganistán es un país seguro para ellas y prefirió mirar hacia otro lado. Nadie alzó la voz a pesar de que muchas mujeres seguían huyendo de agresiones sexuales, violencia de género sistematizada, discriminación y ausencia de futuro.
Los datos son escalofriantes. En los últimos años, miles de refugiados afganos han visto rechazadas sus peticiones de refugio. Superaban en número a los refugiados sirios e iraquíes juntos. Hoy, en 2023, hay una crisis humanitaria terrible en el país centroasiático. En 2023 casi la mitad de la población afgana está en situación de crisis humanitaria.
En veinte años, miles de millones de dólares de EEUU han ido a parar a la compra de armamento y la inversión en “seguridad”, en su seguridad. Como ya he citado, no se invirtió en salud, en educación, en infraestructuras, en formación, en empleo, en desarrollo rural, en modernización de las ciudades, en gobernanza,
En todos estos años de ocupación norteamericana la corrupción no ha cesado, ni siquiera ha disminuido. Funcionarios, políticos y multimillonarios han robado recursos del país, bajo la cobertura de Estados Unidos. Pero el intento de asentar en el poder a un grupo de oligarcas tampoco dio resultado. Los agentes norteamericanos en el terreno veían cómo los talibanes eran los verdaderos amos del país, que se paseaban en cochazos blindados. Parece que a nadie le importaba evitar el caos. Tal vez sólo un pequeño grupo de empleados de organizaciones internacionales trataron de amortiguar la corrupción, chocando una y otra vez con poderes locales que practicaban el saqueo. Poderes que, por lo demás, practicaban la colaboración con los invasores.
Olga Rodríguez retrata bien esta realidad: “Como ha pasado en tantos países ocupados o intervenidos militarmente por tropas extranjeras, Afganistán se convirtió en un polvorín con demasiadas armas que ahora están tomando los talibanes. Ya en 2004 la población se quejaba de que los tanques estadounidenses que se paseaban por pueblos y ciudades apuntaban sus cañones hacia abajo, hacia la calle, hacia la gente. Las tropas estadounidenses han sido percibidas en sectores importantes de la población como elementos hostiles. No en vano, la cárcel secreta de Bagram, gestionada por EEUU, fue escenario de torturas y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Entre sus paredes se generaron traumas y enorme sufrimiento, al igual que en Guantánamo, por donde pasaron algunos de los hombres que ahora engrosan las filas de los talibanes”.
Afganistán es otro caso de cómo no se puede pretender instalar una democracia por la fuerza militar. En Afganistán la población desea la libertad, desde luego. Pero esa misma población no acepta de ninguna manera la dominación extranjera. Afganistán se quitó de encima la ocupación soviética y ahora lo ha hecho con Estados Unidos. De hecho, hay un rechazo mayoritario al imperio norteamericano. Debería saber Joe Biden que la democracia depende mucho más de la persuasión, del fortalecimiento de las instituciones y no de ejércitos que tienen como oficio matar y cuyos intereses reales son los propios que, frecuentemente, son diferentes a los del pueblo invadido y ocupado. l
Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo