Con el buen tiempo, miles de migrantes, refugiados y desplazados se atreven, una temporada más, a adentrarse en el Mediterráneo para dar el salto a Europa. Algunos, para reunirse con sus familiares o grupos nacionales en distintos puntos del viejo continente; otros, sin un destino fijo, tan solo buscando un lugar donde vivir con dignidad, huyendo del horror, la violencia, la persecución, la guerra y/o la miseria. Se juegan la vida, puesto que además de las incertidumbres del camino, pueden caer en manos de mafias sin escrúpulos o ya perecer por las duras y exigentes penalidades que encuentran. Alcanzar la costa magrebí, libia o turca no es nada sencillo, encontrándose mil obstáculos y peligros a su paso.

Aun así, una firme convicción interior les empuja hacia delante, pero de forma irreversible deben superar un gran foso que les separa de su anhelado destino, de lo que creen que será un lugar de acogida, su arcadia feliz… Ese foso es el mar Mediterráneo, hermoso, profundo y misterioso, cuna de civilizaciones, y también cruel y homicida, porque así es la naturaleza. Pero no es el mar quien más penaliza la suerte de estas personas, sino las caprichosas y crueles políticas de los países de la Unión Europea (UE) que se enfrentan a este enorme desafío y realidad, de acoger a miles de hombres y mujeres de muy distintas edades, con egoísmo y frialdad. No les reciben con aplausos sino con prevención y rechazo, como si fuesen una amenaza a nuestras tranquilas y cómodas vidas. No nos ponemos en su lugar. En otro tiempo, fue Europa la que impuso en su autoridad estos países, gobernó con puño de hierro, se aprovechó de sus recursos sin pagar nada a cambio y, más tarde, cuando ya no les quedó más remedio, los abandonó a su suerte y ahora que miles de africanos o asiáticos llaman a nuestras puertas preferimos no atenderles. Si sólo fuera eso… Pero la situación es un drama terrible.

Desde 2017, el número de migrantes que llegan a las costas europeas ha aumentado, al igual que los naufragios y los ahogados. Hay apenas un brazo de mar con Europa, pero incluso así, la situación es desesperada porque no todas las embarcaciones llegan a su destino final. Endebles y sobrecargadas, un pequeño golpe de mar, una borrasca o mil cuestiones más que pueden darse, a pesar de que el Mediterráneo no es tan peligroso como los océanos, pueden llevar a que se produzcan infinidad de naufragios. E incluso, cuando esto no sucede, puede acabar a la deriva porque les ha fallado el motor, con docenas de personas a bordo sin nada que beber o comer, y a pleno sol. Y ahí es donde las autoridades deben actuar. Y lo hacen, pero no desde un punto de vista humanitario, como cabría pensarse, sino restrictivo, buscando la manera de erigir una barrera invisible de incomprensión y desconfianza para que no lleguen a nuestras costas, y frenar el efecto llamada. Han decidido criminalizar a los migrantes y a las acciones de las ONG. De hecho, en Italia, el Gobierno de ultraderecha ha tomado la iniciativa. ¿Cómo? Ha aprobado un estado de emergencia migratoria. Esto significa que el Ejecutivo puede adoptar medidas sin pasar por el Parlamento, pero no por dar una respuesta eficaz a la situación, sino para facilitar las expulsiones e impedir que las ONG hagan su labor.

El ministro Matteo Salvini, un cruzadista contra la migración irregular, acabó con el sistema de acogida y debilitó, en vez de reforzarla, la Guardia Costera italiana, hasta tal punto que ahora la marina italiana se ve urgida a pedir auxilio a las ONG y sus barcos, para atender la alta demanda de asistencia marítima. En todo caso, la derecha europea presenta la migración irregular como una tenebrosa invasión, pero no dejan de ser seres humanos indefensos. Las ONG, que de forma altruista y voluntaria se encargan de suplir al Estado italiano, han denunciado que desde 2018, con Salvini, la situación ha empeorado. Para dificultar más la tarea de los rescates de sus navíos, no sólo se les han llegado a denegar la entrada en los puertos, aunque lleven centenares de personas a bordo, sino que se aprobó un decreto, a principios de año, en el que se les instaba a dirigirse a puertos más alejados de su radio de acción; sin importar si alguno de los náufragos requería una atención médica urgente o si contaban con los servicios para cubrir las necesidades básicas. Por ejemplo, al Ocean Viking, de la ONG Mission Lifeline, se le ordenó ir a Tarento, a 61 horas de travesía, en vez de permitirle atracar en Lampedusa, a pocas horas de su posición. Es una práctica común ya desde diciembre de 2022. Otra medida que adoptan las autoridades son los desembarcos selectivos. Donde sólo se permite bajar a tierra a una mínima fracción de los rescatados, teniendo los demás que permanecer a bordo en malas condiciones durante días; dando lugar a que los navíos de las ONG deban permanecer en puerto sin proseguir con sus misiones de vigilancia y rescate. Por si fuera poco, también se les exige que sólo puedan llevar a cabo una operación de salvamento cada vez, obligándoles a regresar a puerto inmediatamente. Ya sea para rescatar a un náufrago o a un centenar, lo cual impide que estos barcos puedan ocuparse de más naufragios. Y no se trata de una medida para mejorar la calidad de los rescates, sino que a los otros desdichados náufragos, por ir en otras embarcaciones, se les abandona a su suerte, ya que no hay nadie más que se ocupe de ellos. Entre ir y volver a un puerto (y más cuando se les asigna uno alejado de su área de operaciones), estos hombres y mujeres quedan indefensos, expuestos al mar y al desamparo más absoluto. Las autoridades, no sólo italianas, también de España, Grecia y Malta, Alemania y Países Bajos tampoco han dudado en encausar a las ONG (57 juicios en total) y a algunos de sus integrantes para imponerles multas administrativas por no cumplir las normativas, aunque el derecho marítimo internacional obliga a los países a garantizar la vida humana con independencia de la nacionalidad. Lamentable no, muy trágico.