Cuando en 1985, fue elegido como secretario general del Comité Central del Partido de la Unión Soviética (PCUS), Mijaíl Gorbachov era un desconocido para Occidente. Era un rostro joven y resuelto, nada que ver con sus breves antecesores (Andropov y Chernenko), que aún configuraban la vieja guardia. Consciente de que la URSS debía cambiar su rumbo, impulsó la perestroika y la glasnost, lo que es lo mismo, dos fórmulas que pretendían la apertura y la transparencia, con la fe puesta en humanizar el socialismo (marcado por el cruel estalinismo). Otra visión, aunque sin renunciar al modelo comunista. Se trataba de impulsar una serie de reformas internas que permitieran relanzar la economía marxista que empezaba a griparse. Su homólogo norteamericano, en plena Guerra Fría, era Ronald Reagan, un actor de segunda fila, republicano dispuesto a derrotar como fuera al infame comunismo.

A pesar de los nuevos tratados de control de armas y de desarme que acabarían firmando ambos, en este nuevo clima de deshielo, la Casa Blanca lanzó su programa de la Guerra de las Galaxias, un escudo antimisiles balísticos, que derivó en que la absurda carrera armamentística siguiera hacia delante. Una nueva generación de armas se puso en el complicado tablero de la geoestrategia mundial, más caras y más sofisticadas. Pero si EEUU podía asumir la carga de su costo, la URSS iba a demostrar que no, que este último esfuerzo la iba acabar agotando. En Europa del Este comenzaron a darse movimientos de protesta social. Algo no iba bien. Los indicadores de crecimiento y desarrollo soviético llevaban ya una década viendo cómo iban muy por detrás del modelo occidental. Las viejas inercias y la desconfianza de un Estado totalitario afectaban demasiado. Una industria pesada sobredimensionada y poco competitiva, y un complejo armamentístico desmesurado que consumía cruciales recursos de la economía, dejaban poco lugar para la industria civil y de consumo. La corrupción, la dejación y la escasa productividad eran lastres que no habían podido arreglarse, ni aún contando con intensos mecanismos de represión.

La población sufría por la falta de bienes de consumo, viviendas y expectativas, las altas tasas de alcoholismo y otros males sociales quedaban ocultos bajo el control férreo de un Estado que se negaba a ver la realidad. La glasnost pretendía cambiar esto y que los propios ciudadanos se comprometieran con las reformas políticas que también impulsaría. Pero no sería suficiente. Gorbachov fue un ingenuo, aunque todavía creía que era posible reflotar el sistema, a medida que ahondaba en los cambios, más se iban desvelando los males que había ido atesorando la URSS en las épocas anteriores. El líder soviético heredó un barco que se hundía en el que solo él parecía ser consciente de ello. La apertura, una nueva relación con los países satélites de Europa del Este, la retirada de Afganistán, el repliegue de sus zonas de influencia, no sirvieron para detener un derrumbe paulatino. Largas colas de ciudadanos se personaban en las tiendas. En febrero de 1990 fue elegido presidente de la URSS, un modo de coger él mismo todas las riendas y enderezar un rumbo que no auguraba nada bueno. Pero fue un espejismo. Al abrir el sistema por dentro, permitir listas independientes y la aparición de una nueva generación de líderes críticos como Boris Yeltsin, también salieron a relucir las viejas tensiones nacionalistas y una disidencia que pretendía romper con el comunismo.

En el verano de 1991, cuando Gorbachov se retiró a su dacha a descansar, el 19 de agosto, un grupo de reaccionarios pretendieron dar un golpe de Estado y frenar todos los cambios. La multitud se echó a la calle y el movimiento fue un fracaso, si bien, quien salió victorioso de aquel acto no fue Gorbachov, sino Yeltsin. De hecho, la posición de Gorbachov quedó muy debilitada; ese mismo año, el 25 de diciembre de 1991, dimitiría, el 31 se disolvería la URRS y se ponía fin al sueño de la revolución leninista. Su último intento por mantener las repúblicas soviéticas unidas, en el Tratado de la Unión, resultó fallido. Pero mientras en la extinta URSS sus ciudadanos veían como su mundo se desmoronaba, y culpaban a Gorbachov de ello, en Occidente, tras décadas y décadas de temor a una apocalíptica guerra nuclear, el líder ruso era visto con otros ojos. No solo su rostro desprendía cierta bondad y simpatía, sino que su discurso del miedo quedaba atrás. No solo renunciaba a la rivalidad con EEUU, sino que también garantizaba que no intervendría ni procedería a ninguna intromisión en los países comunistas de Europa del Este, ya no habría una primavera de Praga ni otro Budapest. Aquello provocaría que, en 1990, se le concediese el Premio Nobel de la Paz, reforzando así su carisma a nivel internacional, aunque no a nivel interno. Cuando, en 1996, se presentó a las elecciones presidenciales de la constituida Federación rusa, solo obtuvo el 0,51% de los votos.

Para los rusos Gorbachov había sido el responsable y maestro de ceremonias del fin del imperio, no su salvador. El pasado 30 de agosto de 2022 fallecía en completa soledad, dejando tras de sí una labor inconclusa al frente de la Fundación Gorbachov, que todavía postulaba con valentía el espíritu de la perestroika. No se le han ofrecido funerales de Estado, como sí los hubo con Yeltsin. El mismo Putin adujo problemas de agenda para no asistir a su entierro. La importancia de la figura de Gorbachov para entender el fin de la Guerra Fría es incuestionable, pero no así los calificativos hacia su persona. Para la mayoría de los rusos dejó caer el imperio soviético (por moribundo que estuviese) y no supo impedir su desintegración, por lo que su recuerdo es negativo e infausto (nada que ver con Putin). Si bien, no observan sus logros, como el posibilitar una transición pacífica de un sistema totalitario cuyo final podría haber sido desgarrador y catastrófico. Algún día los rusos entenderán y reconocerán de forma justa lo que Gorbachov hizo por ellos.

Doctor en Historia Contemporánea