La reacción emocional o, simplemente histeria, que se está viviendo estos días en los pueblos y ciudades del Reino Unido, no por esperada ha sido menor. Ya décadas antes, en 1997, habíamos tenido un anticipo de lo que se nos podía venir encima con motivo de la muerte de Lady Diana. Flores, cartas, fotografías, dibujos y toda la parafernalia del recuerdo y del dolor inundaron las calles y edificios británicos.
Todo aquello ha quedado superado ahora con una desmesura sin parangón en la muerte de su soberana, Elizabeth II. Si la fisonomía y la forma de vestir de los ciudadanos y ciudadanas afligidas hubieran sido diferentes habría cabido pensar que las manifestaciones de duelo corresponden a lugares como Corea del Norte o la República Islámica de Irán. Pero no, el espectáculo se centra en el Reino Unido, un país modelo de democracia liberal, y a cuyos súbditos se les reconoce una cierta flema e incluso frialdad, si me apuran.
Es conveniente recordar, por otra parte, que los sentimientos por la soberana fallecida son tan genuinos como lo fueron las duras críticas que recibió por su actitud distante en la trágica muerte de su nuera, Lady Diana: la princesa del pueblo, en boca del primer ministro de la época, Tony Blair. Ahora, Londres parece haberse quedado pequeño para acoger a todos aquellos que quieren pagar su último tributo a la monarca de siete décadas. Largas colas y horas de espera aguardaban a los visitantes venidos de todos los rincones del país, e incluso de otros continentes. ¿Hay algo más en juego que la despedida a una longeva reina que se entregó a su tarea con un gran sentido de responsabilidad?
George Orwell, inglés, escritor, brigadista en la Guerra Civil española y hombre de izquierdas, lo tuvo claro al enjuiciar su país de forma magistral. “Inglaterra es un país gobernado por un sistema clasista como ningún otro, una tierra dominada por el esnobismo y el privilegio. Aun así, es fundamental tomar en cuenta la unidad emocional de una gran parte de sus ciudadanos a la hora de sentir y actuar en los momentos de gran crisis”. Esto es, precisamente, lo que estamos viendo estos días.
Orwell se refería solo a una parte del país, pero las características de esta realidad que apunta, aunque en menor medida, se pueden ampliar al resto de las naciones que lo conforman: Gales, Escocia, e Irlanda del Norte. El hecho de ser una isla; dos si contamos Irlanda del Norte, le ha dado al país una fuerte identidad colectiva.
Sin embargo, las grietas han empezado a aflorar en el edificio. Escocia quiere elegir su camino. Con monarquía, o sin monarquía, una parte significativa de la población quiere la independencia. La tendencia es más marcada en las generaciones jóvenes. En Gales el sentimiento autonomista siempre ha estado presente, aunque sus vínculos con Inglaterra son todavía sólidos. En cuanto a Irlanda del Norte, depende en gran manera de cómo se negocie el brexit y su asunto más espinoso: el Protocolo sobre Fronteras. De todas maneras, el sentimiento de buena parte de la comunidad protestante es el de abandono y traición por parte de la metrópoli a pesar de las promesas de sucesivos gobiernos conservadores.
En este estado anímico tan poco tranquilizador, y con una crisis económica de primera magnitud, la reina ha sido el sostén fundamental del país. La monarquía ha representado y quiere representar el papel de unidad identitaria de todo el país. Si no podemos confiar en los políticos, confiemos en la monarquía, parece ser el mensaje. Por eso el constante bombardeo emocional desde todos los ángulos posibles. Desde los medios de comunicación mayoritarios, el gobierno o los principales organismos institucionales del país.
No deja de sorprenderme que en un país símbolo de la filosofía liberal los propios medios de comunicación hayan obviado los sentimientos de otros ciudadanos que se oponen a la monarquía o que piden un mayor control sobre ella. La cobertura informativa de los medios internacionales ha sido más equilibrada que la “nacional”, que ha asumido un papel poco reconocible en los medios británicos de calidad.
Los días que estamos viviendo marcan el inicio de una nueva etapa en la propia configuración política del Reino Unido. El futuro está en juego y puede que el de la propia monarquía también, por muy poco plausible que ahora mismo parezca. Estos días se aferran a la monarquía como si no hubiese un mañana, literalmente.