Al igual que jamás proyecto más grande, más bello y útil como el de una paz perpetua y universal entre todos los pueblos de la Europa ocupó el espíritu humano, jamás autor alguno merecería mejor la atención del público que aquel que propusiese los medios para poner este proyecto en ejecución. Con estas palabras iniciaba el abate de Saint Pierre el manuscrito de 46 páginas titulado Extracto del Proyecto de Paz Perpetua que fue enviado, a mediados de 1700, al filósofo Jean Jacques Rousseau para su corrección y su puesta a punto con objeto de su posterior publicación.

Si traigo a colación este texto no es con otro fin que el de mostrar la preocupación y el anhelo de paz que ya, en esos tiempos previos a la Revolución Francesa, existía tras siglos y siglos de guerras dinásticas (las monarquías han sido, a través de la historia, un pretexto para la guerra), de guerras religiosas (las religiones lo han sido igualmente), de guerras de conquista (la desmedida ambición idem de idem) Es evidente y natural que esa preocupación y ese anhelo de paz llegasen a los niveles de paroxismo, tras dos siglos de intentos estériles, a la vista de la irracionalidad e inhumanidad que supuso la Segunda Guerra Mundial.

El Manuscrito del Abate de Saint Pierre, al igual que La paz perpetua de Enmanuelle Kant, ambas obras del siglo XVIII, a pesar de haber sido dos gritos de paz nacidos desde lo más profundo del corazón de los autores, no resultaron ser otra cosa que sendos brindis al sol. Tras los escritos de Saint Pierre y de Kant estaba por llegar la barbarie moderna: la Revolución Francesa, las Guerras Napoleónicas, la guerra Franco-Prusiana, la Primera Guerra Mundial, el ensayo para la Segunda Gran Guerra (lo fue la Civil española), la propia Segunda Guerra Mundial, la guerra de los Balcanes… y, en este mismo momento en el que vivimos, la guerra Ruso-Ucraniana. Todo ello en el marco del espacio territorial europeo que el historiador británico Keith Lowe muy acertadamente ha calificado (en su libro, de obligada lectura hoy en día), como Continente salvaje.

Ese monumento al poder de destrucción del hombre construido sobre la “anti creación”, la “maldad absoluta” y la “ruina moral” y que se contempla a través de los 40 millones de muertos, de los campos de exterminio, de los de concentración, de ciudades arrasadas, de desplazamientos poblacionales masivos, de hambruna generalizada y, en última instancia de sangre y ceniza resultó ser la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la posguerra. Sin embargo, tratando de buscar un resquicio positivo a la barbarie, pudo haber representado el punto de inflexión, a partir del cual, el género humano y, en particular, Europa, tras profunda y sana reflexión (como en principio debiera corresponder a seres racionales) se hubiera dado cuenta del nihilismo al que conduce la inimaginable capacidad de destrucción del ser humano y, definitivamente, apostado de manera inequívoca por la paz. Sin duda, en ese momento había cobrado, quizás más que en ocasiones anteriores, pleno sentido el binomio Europa-Paz o, si se quiere, Unidad Europea-anhelo de paz definitiva.

Pero, una vez más, como siempre, ¡Europa perdió la ocasión! Perdió la inmejorable ocasión de dejar atrás la potencia destructora de los idearios religiosos que nos enfrentaron a lo largo de los siglos por cuestiones que, vistas desde la perspectiva actual, parecerían más propias de dialécticas increíbles. Perdimos la oportunidad de enterrar para siempre todos los sueños megalómanos imperialistas, fueran de la naturaleza que fueran, construidos sobre la perversa y cínica idea de que “si quieres la paz prepara la guerra” que, desde el Imperio Romano hasta aquí, jamás trajeron la paz a los lugares y, por el contrario, sembraron de cadáveres las ciudades y los campos de Europa. De nuevo, una vez más, Europa perdió la ocasión de asentar la paz sobre la única base firme en un mundo edificado lamentablemente sobre premisas militares: la neutralidad.

El Plan Marshall, al que Alemania, Francia y el Benelux se agarraron como a un clavo ardiendo tras la Segunda Gran Guerra, estaba impregnado de estricnina. ¡No era un plan para la paz! Dicho plan, más allá de su apariencia, en su más pura esencia era un plan de expansión ideológico imperialista: un plan para transformar Europa en una extensión del Imperio Angloamericano, con el liberalismo más ortodoxo y excluyente como ideario político, económico y, en definitiva, como imaginario colectivo en un marco relacional de absoluta dependencia.

Habría que esperar algunos años para que se pudiera ver con más claridad lo que el compromiso del Plan Marshal conllevaba. La llamada “crisis del petróleo” de 1973 va a marcar una antes y un después para todos y cada uno de los Estados situados dentro de la órbita del Imperio Angloamericano y, por ende, también para la construcción del modelo político europeo. Se va a hacer creer, en términos generales, que, un mayor crecimiento económico, esto es, un mayor beneficio y bienestar, es incompatible con un mayor desarrollo democrático de las sociedades y que, por tanto, era preciso dejar de lado el Estado intervencionista que había permitido en Europa llegar al Estado social, y poner alfombras de terciopelo a la autorregulación. Este cambio en el sistema capitalista va a provocar una modificación trascendental en la ubicación del poder: el poder político del Estado deja su lugar al poder económico del mercado, o dicho de manera más clara, el Estado se somete al poder de las multinacionales.

A partir de este momento y, siguiendo inequívocamente, a modo de Biblia laica, las directrices neoliberales, la Unión Europea será el producto de sucesivas decisiones políticas de sesgo ultraliberal, encarnadas en los diferentes Tratados de la Unión, (invito a que los lean y lo comprueben) que permitirán a los diferentes gobiernos enmascarar sus opciones como decisiones “tomadas en otra parte”. Simultáneamente, en la totalidad de los países la Unión, se ha ido diluyendo el “peligro” que suponía la ideología de izquierdas y de los partidos comunistas en el interior de los Estados y se ha entregado, cada vez más y de forma definitiva en los brazos del neoliberalismo.

La actual guerra Ruso-Ucraniana ha sacado a la luz las vergüenzas de Europa que, como es obvio, no puso reparo alguno en seguir las directrices y apoyar los intereses del Imperio Angloamericano, presentados como cívicos llamamientos a la solidaridad, aún siendo consciente de que, ese seguidismo, afectaba directamente a las ya maltrechas economías de sus países y a grandes capas de sus poblaciones que ya se encontraban en riesgo de ser excluidas. ¿A estas alturas de la película, puede haber alguien que se crea que, con “nuestras autoflagelaciones”, estamos ayudando a los valientes ucranianos a ganar la guerra? ¿Y que, quien factura millones y millones de dólares en material militar, lo hace impulsado por la generosidad o siguiendo consignas de las fuerzas del bien al estilo “Pokémon” pero sin poner en liza un solo pikachu?

La neutralidad tendrá que seguir siendo un sueño. La dependencia, hoy es la realidad que nos condena a transitar por el camino de la servidumbre. ¡Nada aprendimos! l

Catedrático emérito de la UPV/EHU