La escuela es el ámbito en el que se ve reflejada no solamente la sociedad actual, sino también la del futuro. Y por supuesto, la que planificamos con vista a la continuación de un sistema basado en el estado de derecho y los valores occidentales. En este sentido, lo que sucede en las aulas y su back office –departamentos docentes, organización de los centros, asociaciones de padres y familias– no debería sustraerse a la atención de los responsables del buen funcionamiento del sistema educativo. La ciudadanía tiene también algo que decir. No solo se paga todo esto con nuestros impuestos; también nos incumbe de cara al futuro. La gente que ha de manejar la sociedad dentro de 20, 30 o 50 años son los niños que ahora se están educando en las escuelas. Las actuales virtudes del sistema condicionarán las fortalezas y los beneficios del porvenir. En recíproco sentido se puede decir lo mismo de sus defectos, ineficiencias y malentendidos.

Por ello conviene prestar atención a algunas tendencias que, pareciendo poco relevantes, incluso anecdóticas, ponen de manifiesto el posibilismo, la negligencia y la falta de profesionalidad con la que no pocos profesionales de la Administración se desenvuelven a la hora de planificar y gestionar el sistema educativo. Hay quien piensa que vivir en democracia significa que cualquiera puede hacer lo que le dé la gana, que no existen principios generales y que todo vale en cuanto a conducta individual y afirmación de particularidades identitarias de los diversos grupos y culturas que componen una sociedad plural. Vaya por adelantado que a todos nos gustaría un mundo en el que tal cosa fuera posible. Por desgracia, no es así. Siempre ha existido una oficialidad, unas determinadas líneas de actuación y un liderazgo político.

En nuestra era, los principios que rigen dicha oficialidad están –o deberían estarlo– bien claros: democracia, tolerancia, primacía de los derechos humanos, igualdad de sexos y estado aconfesional. Si queremos que en el futuro exista una sociedad parecida a la que hoy tenemos, estamos obligados a hacer posible que estos postulados de excelencia encuentren un cauce de realización eficaz a través del sistema educativo. Y precisamente desde un rango de edades muy temprano, para que las virtudes del sistema arraiguen de manera firme y sostenible. No hay nada de autoritario en ello. Antes bien, constituye nuestra obligación y está en sintonía con las demandas de la ciudadanía, incluyendo a la mayor parte de las personas pertenecientes a colectivos de migrantes recién asentados.

Durante los últimos meses se han podido presenciar en Euskadi diversos incidentes relacionados con el incómodo tema del velo en centros educativos. Un número de alumnas han insistido en acudir a las clases con el tradicional hiyab, desafiando a los reglamentos internos que, en su práctica totalidad, prohíben el uso de tales prendas por considerarlas discriminatorias o impropias en el ámbito en que son llevadas. La pretensión de las alumnas –que no es suya, sino de sus padres y del entorno social que les obliga a adoptar una postura beligerante en las aulas– ha sido rechazada de plano con argumentos que no solo incumben a la normativa escolar, sino a los intereses de rango superior a los que anteriormente hacíamos referencia.

Más allá de estas consideraciones, la razón habla por sí misma. Velos, hiyabs y otras prendas por el estilo no son preceptos religiosos obligatorios ni tienen que ver con el derecho al ejercicio del culto. Vulneran el principio de igualdad. Puesto que la obligación de llevarlas afecta únicamente a las mujeres, su uso evidencia el propósito de asignar a una niña o adolescente un rol determinado e irla preparando para una función subordinada en la futura vida social. Se dice que las alumnas llevan el velo por voluntad propia pero, ¿quién podría creerse un argumento como este? Cuando hablamos de menores de edad, como es el caso de la inmensa mayoría de la población escolar, la prohibición del hiyab no solo está justificada. También es garantía de que exista un espacio de oportunidades en el que las alumnas puedan desarrollarse libremente hasta el momento en que adquieran la madurez necesaria para decidir en libertad, bien acerca del velo o de otras cuestiones que las atañen individualmente. En los tiempos que corren, y pese a los ocasionales rebrotes de todas estas polémicas de patio de recreo, se puede decir que la cuestión del velo está prácticamente decidida a favor de las autoridades educativas, en el sentido que más arriba se expone. Sin embargo, es necesario que la ciudadanía entienda la importancia del tema y los bienes jurídicos en disputa. No se trata de una prueba de fuerza entre posturas ideológicas o religiosas. Se trata de la afirmación de valores que interesan a todo el mundo y aseguran el futuro de nuestra sociedad. l