Hace algunos años, en mi libro Algunas claves para otra mundialización, lo decía con claridad: “Lo que hoy llamamos comúnmente Europa, la Europa de los 27, la Comunidad Económica Europea, es una construcción a la medida del imperio angloamericano en aras de la expansión y consolidación del capitalismo neoliberal como ideología y cosmovisión”.

Y lo razonaba de la siguiente manera, Situémonos en el mes de julio del año 1944 y contemplemos la fotografía que nos ofrece un lado y otro del Atlántico. Del lado de la costa este: la desolación. Un continente, el europeo, que, tras cuatro años de horror, barbarie, destrucción y muerte, estaba quedando en la más mísera miseria, valga la redundancia, y, como corolario, reducido a cenizas. En tanto, en el lado occidental del océano, en Estados Unidos, se celebraba una reunión para hablar de todo ello y… algo más.

Aquella reunión que, en el futuro se conocería como la Conferencia de Bretton Woods, no solo sirvió para refundar el capitalismo como ideología y lectura del mundo y establecer las líneas maestras de su futuro, sino que también surgieron acuerdos como la creación del Banco Mundial y el, no menos célebre, Fondo Monetario Internacional. Todo el mundo los conoce por su función de expertos “inquisidores” en la utilización de mecanismos de coerción (como, por ejemplo, la utilización de la deuda externa) aplicados hasta la asfixia sobre los países en dificultades para convertirlos en rehenes, dictar sus políticas y sacar de ellos la máxima rentabilidad.

Y aquella conferencia vio a luz, también, el llamado Plan Marshall, al que no se le podría poner ningún reparo si su gestación hubiese sido el fruto de la generosidad y de la materialización de la quintaesencia del ánimo de liberalidad. Alguien, con una alta dosis de ingenuidad, hubiera podido pensar que, a esas alturas de la película, Europa, sumida en la más soberana ruina, podría ser el objeto de conmiseración de una potencia como los Estados Unidos que, quince años después de la superación de la crisis del 29, había ya sentado las bases del Estado de Bienestar y se presentaba como la gran potencia imperial mundial.

Pero la generosidad, en general, no cabe en la política. La historia nos muestra de manera más específica que, en el plano internacional (especialmente hablando de imperios) no existe el término filantropía, más bien se trata de aprovechar las oportunidades para debilitar al otro y, si se presenta la ocasión, subyugarlo en un constante e insaciable intento de conseguir más y más poder.

Y el Plan Marshall fue el ejemplo, quizás el más claro, de lo que acabamos de señalar: Una Europa exhausta y arruinada se convirtió en rehén del imperio angloamericano. Francia, Alemania Italia y el Benelux (quizás) no tuvieron más remedio que aceptar los 25.000 millones de dólares (la cifra varía según las fuentes) para su reconstrucción a cambio de la suscripción del Plan Marshall que, en su artículo segundo, exigía literalmente “la creación de un mercado único ampliado en el que se eliminaran de manera permanente las restricciones cuantitativas en el movimiento de bienes, las barreras monetarias al flujo de los pagos y, a la larga, todos los aranceles”. Esos países, que habían aceptado “la manzana de Eva” en 1957, serían los firmantes del Tratado de Roma por el que se creaba la Comunidad Económica Europea con su consiguiente “pecado original” del que hicieron partícipes progresivamente a todos los Estados que se fueron incorporando al Proyecto Europeo a lo largo del tiempo: la subyugación y la dependencia.

Podrán contarse todas las historias que se quieran del por qué de la creación de Europa; podrá recordarse el arsenal de frases grandilocuentes, metafóricas, esperanzadoras… y no sé cuántas cosas más de aquellos a los que se les atribuye la paternidad de la criatura. Vistas las cosas desde la perspectiva que ofrece el tiempo transcurrido, prefiero no comentarlas porque gran parte de ellas pertenecen al cinismo y el resto a la bondadosa ingenuidad que bebía de las fuentes soñadoras y anhelantes de paz del Abate de Saint Pierre, de Rousseau, de Kant, de Víctor Hugo… ¡La paz! ¡Palabra divina que el hombre ha recluido en los cementerios! ¡Palabra de dioses que los humanos hemos transformado en guerra latente (Si vis pacem, para bellum!) ¡Sublime aberración y perversa y blasfema asociación!

No, ¡no era la paz!, era la guerra (en el fondo), lo que bajo la distorsión de la realidad que supuso la Conferencia de Bretton Woods y el encantamiento del Plan Marshall, se estaba cimentando. A futuro, sí, pero ¡la guerra! Porque un precedente nos puede dar alguna pista de las intenciones ocultas del Imperio angloamericano y es que, en 1942, Washington había decidido imponer a Francia y a los futuros vencidos Italia, Alemania y Japón un estatus de protectorado controlado por un American Military Governent of Occupied Territorios (Amgot)

Las ocho décadas transcurridas desde aquel primer quinquenio de los años 40 en el que América del Norte observaba desde el otro lado del océano cómo nos matábamos los europeos, no pueden impedir que ahora –si no lo vimos entonces, a pesar de los casi 80 años transcurridos–, veamos que la guerra ruso-ucraniana, en la plenitud de su barbarie, nos retrotrae a esos años 40 y las consecuencias de aquellos vientos. Ahora vemos claramente el papel que el imperio angloamericano nos tenía reservado.

La guerra siempre es injusta Y, por tanto, la guerra ruso-ucraniana, reiniciada recientemente por Putin, lo es. Pero, dicho esto, es preciso preguntarse por el rol de los actores que intervienen como combatientes externos en la misma. ¿Qué papel está jugando el Imperio angloamericano? Y, sobre todo, ¿cuál es el papel de Europa, de la Europa de los 27?

En la trastienda de este conflicto esta latente y lo inspira, el objetivo de todo imperio, su expansión y, en este caso, la consolidación del capitalismo neoliberal como ideología y cosmovisión. Es preciso acudir a la historia reciente y preguntarse: ¿Cómo actúa el Imperio angloamericano en y tras la Segunda Guerra Mundial? Conociendo sus intenciones, en la única respuesta posible encontraremos la solución.

¿Y el papel de Europa en esta guerra? Pues, simplemente, patético. Europa, lo dijimos ya, es tributaria del año 1944. Todo lo demás son cuentos chinos. Sin entrar en profundidad en el análisis de su papel, señalaré las intervenciones diplomáticas recientes de Francia y Alemania a sabiendas de su inutilidad y destinadas a cumplir con el protocolo diplomático y servir de cortina justificadora de “esfuerzos por la paz” ante la opinión pública. Es preciso añadir el rol humillante que el Imperio está haciendo jugar a la llamada “locomotora europea”, Alemania, (no olvidemos que ha sido un país dividido e intervenido por el Imperio hasta tiempos recientes), en la estrategia económica del Imperio angloamericano. En relación a la guerra ruso-ucraniana, Alemania ha sido obligada a hacerse un auténtico harakiri que está produciendo un efecto corrosivo profundo sobre todas las economías de los países de la CE.

Y para fin de la fiesta, la reaparición de la OTAN, brazo armado del Imperio. No voy a exponer el sentimiento interno que, días pasados, me produjo la cumbre de la OTAN en Madrid. Los bellatores medievales de la estructura social tridimensional (oratores, bellatores y páuperes) en versión ultramoderna haciendo ostentación de su imprescindible y necesaria función y exigiendo su soldada, proclamando amigos, declarando enemigos, en tanto, los oratores de la modernidad (los políticos), ebrios de complicidad trataban de adormecer con el discurso de los eufemismos los quejidos lastimosos de los cada vez más páuperes (nosotros, las pobres gentes).

¡Yo no quiero esta Europa! Saint Pierre, Rousseau, Kant, Víctor Hugo… deben de estar revolviéndose en sus tumbas. Es falso que haya sido construida para la paz como proclamaron los llamados padres de Europa (Churchill, Monnet y otros). Parece que este es nuestro destino: la Europa para la guerra. De nuevo, si recurrimos a la historia, comprobaremos que su sino ha sido el de ser, a lo largo de los tiempos, un campo de sangre. l

Catedrático emérito de la UPV/EHU