Felicidad. Éxito total. La Cumbre de la OTAN, celebrada en Madrid, ha contado con treinta países aliados en el inicio oficial. Cuatro de las mandatarias eran mujeres. El dato supone una gran desigualdad en los organismos internacionales. Las cuatro “estrellas” –tristemente con comillas, por excepcionales– han sido Mette Frederiksen, primera ministra de Dinamarca; Katrina Jokobsdóttir, primera ministra de Islandia; Kaja Kallas, primera ministra de Estonia, y Zuzana Caputova, presidenta de Eslovaquia. Este acto político, de gran envergadura para la mujer, es un continuará de despropósitos. En la foto oficial, hasta los colores que destacan entre los trajes grises, “están fuera de lugar”.

Las otras damas, acompañantes de los mandatarios mundiales, fueron agasajadas por la reina Letizia, con pruebas de aceite de oliva, baile flamenco, una demostración de cómo se hacen las pelucas de la ópera –también asistieron a un ensayo de Nabuco– y cómo se confeccionan vestidos de teatro y se infla el vidrio. Todo un programa “feminista”.

Continuará. Esta palabra gusta mucho cuando la película ha parecido perfecta o el libro magnífico. Sin embargo, las obras han de ser únicas, sin necesidad de segundas partes. En la política pasa igual. Todos los partidos quieren escribir una nueva página, pero, por más que lo deseen (¿?) no saben pasar página y volver a empezar. A veces, para entender un cuadro, hay que mirarlo continuamente, hasta que los colores entran limpios, sin mezclarse borrosos en un vértigo de vacío. Pocos entienden de pintura.

El continuismo es el protagonista mundial. Ser capaz de romper la línea recta y arriesgarse a la innovación de una curva, es tan delicado que los políticos prefieren un punto y seguido sin peligro de torcerse. ¿Es perfecta la línea recta? No, las autopistas no sirven para hacer maratones.

Por la desgana del no cambio, se vuelven las páginas atrás para seguir en la eterna mediocridad del pasado. El presidente Biden se ha exhibido muy digno cogiendo la cintura de la mujer del presidente de España; mientras, en EEUU han retrocedido 50 años. Los ingenuos luchadores por el avance se han encontrado sin vías para que circule el tren. Las mujeres –grandes perdedoras de decisiones absurdas sobre ellas mismas– vuelven a no ser libres y, menos líderes. Si hacen el amor –con amor o sin amor– tienen que acarrear las consecuencias de que los óvulos, el esperma o el semen, decidan dónde ubicarse en un instante sin tiempo. Los varones siempre están al margen, aunque eligen lo que les conviene. Una mujer no puede ser dueña de su propio cuerpo, ni destacar por su inteligencia. Por obligación –curiosamente del Estado–, hasta deben continuar un embarazo no deseado. América, la tierra de las libertades, se ha atado al pasado caduco. Se han comido medio siglo de progreso para volver a un continuará sin aire.

El mundo se ha vuelto loco. Los ultras, que tanto asustaban, capitaneados por los Hitler de turno, han regresado. Cuando en nuestro país, nos creíamos avanzados por aprobar los matrimonios homosexuales, la última noticia escandalosa es que los sectores conservador y progresista del Constitucional han acordado guardar en un cajón –hasta que el tribunal se renueve– los recursos pendientes a la ley del aborto, la reforma educativa, la ley de eutanasia y el veto a los nombramientos del Consejo General del Poder Judicial, en funciones ahora.

El barómetro del tiempo se da la vuelta para que lentamente, con la lentitud del polvo de arena, la historia se pare, los años retroceden y se nos pegue la intransigencia de los “poderosos”, la iglesia y los inmovilistas que son incapaces de dar un paso al frente. Quietos, se atan a sí mismos, para permanecer en el pensamiento medieval. Es posible que vuelvan los cinturones de castidad –siempre para las damas– y las mujeres nos quedemos, por no poder andar, en casa, cuidando a los hijos, cocinando y planchando los trajes de los maridos.

Llegar a la universidad, conseguir el voto femenino, puestos en la alta política, premios Nobel…, son simples anécdotas para una gran parte de la sociedad que ha perdido el paso, como un ciempiés andando para atrás.

Me pregunto por qué somos siempre las perdedoras. Nos domina un eterno “no soy capaz”, que nos convierte en las continuas segundonas de este universo masculino mediocre.

En la universidad, las mejores notas tienen nombre de mujer y, sin embargo, cuando llegan con esfuerzo a rozar el techo de cristal, son noticia. Una mujer, al frente de un proyecto genial, siempre será noticia por ser mujer, no por su gran proyecto.

Kamala Harris. Abigail Johnson, Christine Lagarde o Ana Botín son la referencia en la lista de las mujeres poderosas. En Google raramente aparecen listas de hombres empoderados. La palabra empoderada se ha creado para la mujer, para que se crea lo que hace desde un punto de vista evidentemente machista.

Alguien decía que no hay pensamiento femenino. El cerebro no es un órgano sexual. Sin embargo, se habla de mujeres escritoras, mujeres investigadoras, mujeres deportistas. Los caballeros no necesitan apartados: son escritores, investigadores o deportistas; no un acontecimiento para destacar.

Me da vergüenza escribir para defender mi propio género, pero –incluso sexualmente– vivimos la discriminación. Hasta que los señores no se hagan la vasectomía, las chicas tendrán que llevar, habitualmente, condones en el bolso, como si fueran kleenex, o quedarse embarazadas cada vez que hagan el amor. Y, en política, seguir de espectadoras, aunque ocupen la primera fila. l

Periodista y escritora