La mendicidad es una realidad constatable entre nosotros. Va en aumento en muchos lugares significativos de nuestros pueblos e interpela a no pocos ciudadanos, creando un cierto desasosiego y sensación de culpabilidad. ¿Seré yo responsable de esta situación extrema que viven tantos hombres, mujeres y niños?

1. Las situaciones de pobreza se han enquistado en Euskal Herria, permaneciendo ajenas a una cierta recuperación del nivel de renta de bastantes lugares.

Según los datos del Gobierno Vasco, en 2016 la pobreza grave afectaba a un total de 104.178 personas, el 4,9% de la CAV. Son diversos los trabajos presentados por organismos de contrastada solvencia ante la opinión pública, como los análisis de la Encuesta de Pobreza y Desigualdades Sociales (EPDS), los datos analizados por el Informe sobre el Estado Social de la Nación 2017, elaborado por la Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales, y también los estudios realizados por Cáritas a este respecto.

Estos trabajos señalan que, aunque se ha superado la situación de “emergencia social” de los años más duros de la crisis, se ha instalado un escenario de precariedad notable y falta de oportunidades que está por debajo del umbral de la pobreza.

La mendicidad es la mayor visualización de esta, pero existen también otras formas límites, que no aparecen tanto en público, pero que expresan situaciones dolorosas de muy diversa consideración: personas discapacitadas de avanzada edad, semi o autoabandonadas, con graves carencias mentales y físicas; otras, víctimas de un paro de alta duración, y otras incluso que se sienten avergonzadas de manifestar su situación de dependencia, permaneciendo en el anonimato o en el olvido...

Muchas de las personas que pertenecen a estos colectivos son extranjeras, de fuera de la Unión Europea. Las condiciones de vida en muchos países de su procedencia son muy difíciles, por lo que muchas prefieren la inseguridad y la precariedad en la que viven aquí a la pobreza crónica de sus países. Habiendo interiorizado esta situación, bastantes de ellos no pueden soslayar una grave sensación de fracaso.

2. En el contexto de la crisis actual (crisis no únicamente económica), las situaciones más habituales de exclusión y pobreza de estos colectivos están relacionadas con la falta de empleo, vivienda e integración social en aspectos de escolarización, higiene, usos y costumbres propios, etc. Las situaciones de exclusión se concentran también en las relaciones político-ciudadanas y en lo relacionado con el trato normalizado de la convivencia. Ellos se sienten extraños, y también nosotros respecto a ellos cuando les damos limosna, entre otras razones porque somos conscientes de que esta es un recurso inútil para resolver el problema de pobreza, aunque evita en el momento una mayor precariedad. Falta dar el paso suficiente para entrar en contacto con esas personas y saber qué les pasa, para así poder recomponer su dignidad. El rechazo al pobre implica siempre una actitud de superioridad y, cuando es extranjero, aún más, incluyendo en muchos casos la culpabilización de la víctima: “La culpa la tienen ellos”. Es verdad también que la mendicidad molesta y, a veces, es sancionada por la Administración pública sin tener consideraciones hacia las personas implicadas.

3. Estos últimos meses se han multiplicado los debates entre las instituciones, partidos, sindicatos y organizaciones sociales con acusaciones y enfrentamientos, no siempre objetivos y contrastados, sobre las ayudas a las personas y familias necesitadas. Constatamos, aunque mejorables, las notables aportaciones de las instituciones vascas y diversas organizaciones sociales de aquí en la solución de los casos de extrema pobreza. Pero este problema no atañe solo a las instituciones públicas, sino también a nosotros como ciudadanos concretos. Se impone un cambio en la mentalidad, para sentirnos interpelados por esta situación. Debemos ser conscientes de que no hacer nada para que la realidad cambie y esta sociedad nuestra sea más justa e inclusiva, nos hace también corresponsables de lo que está pasando. Vivimos en una sociedad individualista, acompañada por una merma sustancial de la vinculación social, en la que nos olvidamos que la pobreza y la desigualdad en el uso de los recursos que tenemos a nuestro alcance, impiden construir comunidad y crear un pueblo cohesionado.

Todo esto no se improvisa, ni se subsana con imputaciones y propagandas estériles, sino superando prejuicios y educando desde la familia, la escuela y la calle en los valores de solidaridad y respeto al diferente, a la vez que apoyando tantas experiencias positivas que también se dan en nuestros pueblos y ciudades.