el verano del 68 lo pasé en Viena. Un amigo capuchino, chileno, Eduardo Ibarra de Curicó, con quien coincidí en un colegio mayor en Lovaina, fue invitado para atender a unas religiosas vienesas los meses de julio y agosto y me preguntó si querría acompañarle. Obviamente, dije que sí. Tres hechos mayores marcaron mi vida, y la de la Iglesia católica, Euskadi y Europa, aquel verano.

El 25 de julio, muchos católicos recibimos un tsunami de agua congelada del que todavía seguimos tiritando: Pablo VI, desoyendo a la mayoría de los miembros de la Comisión que él mismo formó, publicó la encíclica Humanae Vitae. No creo que haya, en la actualidad, documento pontificio alguno cuyo incumplimiento forme parte del acerbo mayoritario de los católicos. Michel Quesnel, rector emérito de la Universidad Católica de Lyon, escribió en 2012 que “el símbolo de los documentos pontificales completamente inadaptado al mundo contemporáneo es la encíclica de Pablo VI Humanae Vitae, sobre la regulación de los nacimientos. (?) Sus efectos cabe calificarlos de desastrosos. (?.) Ya que las normas dictadas por la Iglesia católica en el dominio de la contracepción son imposibles a practicar, los católicos no tienen referentes. El exceso de rigor moral engendra inevitablemente su contrario, a saber, el laxismo”. Y añade que “los daños son tan importantes que se puede legítimamente preguntar si la situación es actualmente reversible. Muchos católicos se han vuelto indiferentes a las palabras de la Iglesia sobre estos temas (?.) Además, las normas referentes a la vida en pareja no son a priori muy creíbles cuando provienen de sigilosos gabinetes de ancianos célibes”, concluye Quesnel.

Pues bien, la jerarquía sigue todavía ahí en sus trece. Por ejemplo, el Papa Francisco cita la encíclica en cuatro puntos de su larguísimo (¿para quién escriben?) Amoris Laititiae del 19 de marzo pasado. Así, en el punto 222 se lee que “se ha de promover el uso de los métodos basados en los ritmos naturales de fecundidad (Humanae vitae, 11)”.

Personalmente viví la gestación y las repercusiones de Humane Vitae en Lovaina. Una parte de los documentos que sirvieron para redactar el documento se redactaron en su universidad. En la librería Peeters pudimos hacernos con aquellos preciados documentos. Siento que una ola gigantesca entrara en los bajos de mi domicilio de Donostia y se llevara por delante gran parte de mi biblioteca. Entre lo que perdí estaban mis apuntes de Lovaina.

El 4 de agosto fuimos a conocer la basílica de Mariazell, lugar de devoción para los austríacos, como Lourdes en Francia, Begoña, Arantzazu o Estibaliz entre nosotros. Compré la prensa, supongo que Le Monde, y me quedé mudo: el 2 de agosto ETA había asesinado al torturador Melitón Manzanas. Le mataron frente a su casa, Villa Arana, en Irun, a dos pasos del instituto de Irun donde fui profesor de 1975 a 1981. Por razón de una investigación visité, en aquel tiempo, las tristemente famosas instalaciones policiales donde ejerció su labor Melitón Manzanas. Su persona, sus torturas y su asesinato forman parte de mi memoria personal. Fue el primer asesinato premeditado de ETA en una persona concreta pues, mayoritariamente, no se atribuye a ETA la muerte de Begoña Urroz Ibarrola, una niña de 22 meses, alcanzada por una bomba en la estación de Amara el 27 de junio de 1960.

ETA y su mundo, como movimiento totalitario, durante 40 años justificó asesinar a quienes se opusieran a sus objetivos. Pero no sigo con este tema. Es suficientemente conocido por los lectores.

El 19 de agosto de 1968 salimos Eduardo y yo, en su desvencijado Mercedes, camino de Praga, que queríamos visitar. Dista unos 300 kilómetros de Viena. Pero en el trayecto austriaco, tuvimos un problema con el coche. Tardarían dos días en repararlo. Pero, he aquí, que el martes 20 tiene lugar la invasión de Praga. Un ejército de más de 200.000 soldados del Pacto de Varsovia con la complicidad de más de 2.000 tanques, ejército superior al utilizado para reprimir el levantamiento de Budapest de 1956, invade Checoeslovaquia que ya la mañana del día 21 está completamente ocupada, aunque no sojuzgada. El pueblo checo, de forma no violenta, se opone a la invasión. Intenta convencer a los atónitos soldados invasores de que se unan a ellos. Un ejemplo para la historia: el 19 de enero de 1969, el estudiante Jan Palach se inmoló a lo bonzo en la Plaza Wenceslao de Praga. Después le seguirían otros. Donde se prendió fuego, Palach dejó su carpeta y dentro un escrito del que copio este texto: “Debido a que nuestras naciones se encuentran en un estado de desesperanza y resignación hemos decidido manifestar nuestra protesta y despertar al pueblo de este país. Yo tuve el honor de que me tocara el número uno y presentarme como la primera antorcha”.

Sí, algunos se inmolan por su país. Otros asesinan. Pero, ¿quién construye país?. Entretanto Europa, la Europa de los intelectuales, guardó silencio. Silencio culpable donde los haya de la intelligentsia europea. Particularmente la dominante entonces, la de izquierdas. Con algunas muy dignas excepciones, como el sociólogo Edgar Morín, por ejemplo.

La única vez que he estado en la maravillosa ciudad de Praga fue hace quince años con mi familia. Al lado del monolito que recuerda a Palach y Jan Zajíc (otro estudiante que se inmoló allí mismo, poco después) compré una flor. Comprendí que la florista me decía: ¡Para Palach! Asentí, y el corazón encogido, ante la mirada atónita de mis hijos, la deposité en el monolito. Me costó reponerme y mi mujer les explicó la historia.

Obviamente, Eduardo y yo, ese verano de 68 no atravesamos la frontera. Nos quedamos sin Praga. Pero donde nos arreglaron el coche nos sugirieron que visitáramos la frontera austro-húngara, de camino de vuelta a Viena. Tengo su imagen vívida en la mente aunque no he podido precisar dónde fue. Una carretera asfaltada que, de pronto, se interrumpe. A unos cien metros, dos filas de alambradas y en medio de ellas altas torretas. Algunas, la mayoría, con reflectores y soldados blandiendo sus metralletas. Al fondo, una localidad húngara. Allí me dije que un sistema que tiene que poner alambradas para que sus ciudadanos no puedan salir, como en una cárcel, es precisamente eso: una cárcel. Aquella visión ha sido más importante para mí que todos los libros de Marx, Engels, Lenin, Trotsky y sus críticos que he leído en mi vida.

El verano del 68 me forjó en la idea de la libertad como uno de los valores supremos: que la iglesia no debe inmiscuirse en las relaciones sexuales mientras se respete al partenaire; que no se puede construir un país libre asesinando a los que se opongan a sus proyectos (aunque defiendo el tiranicidio en algunos supuestos) y tampoco impidiendo a sus ciudadanos que lo abandonen, con alambradas y militares dispuestos a abatirlos, si así lo desean e intentan.