Es normal en los centros de investigación en comunicación, me atrevería a decir que casi en el mundo entero, especular con la cuantía que los más famosos investigadores se embolsan en concepto de derechos de autor: libros, artículos, conferencias y colaboraciones en medios. Supongo que trata de un deseo común. Umberto Eco siempre sale a relucir en este tipo de conversaciones. Desconozco cuáles eran sus honorarios pero es claro que corresponden al tipo de personalidad académica que llegó a ser. También corresponden al hecho de no ser un investigador español. Para aclararnos, salvando casos concretos, aquí no hay quien saque un triste duro de derechos de autoría. En Inglaterra, sin embargo y por poner un ejemplo, un director de centro investigador alcanza una cantidad superior a su sueldo con este tipo de derechos.
Tratar a Eco de investigador quizás sea quedarse corto. Pero ¿qué otra cosa era Eco sino un comunicólogo, un investigador profundo de la comunicación social? Ha sido también escritor, conferenciante y novelista además de profesor de universidad. Las dos primeras van unidas al rol de investigador pero para poder desarrollar la tercera de estas habilidades hay que tener muchas capacidades: de análisis, de síntesis, de interpretación. Y eso era lo que tenía Umberto Eco, capacidad de interpretación, de leer la simbología oculta de esos temas que conforman nuestra vida, que existen en lo profundo y que además nos influyen y nos hacen manejables ante las industrias culturales. Ese era su fuerte, la semiótica, el estudio de los universos simbólicos y el fondo de los significados. Todo ello hace que se le pueda llamar el último renacentista, un sabio que toca varios campos y todos con talento.
Ha muerto Umberto Eco y con él una de las grandes personalidades de los estudios en comunicación. Muchos investigadores quedamos hoy un poco más huérfanos. Permanecerán sus libros, ensayos, manuales, novelas, sus constantes lecciones, como aquella que nos decía que en la sociedad actual, en el reino del consumismo postmoderno, la ciudadanía vive absorta en la imagen de la foto. No es necesario decir que esto es verdad como la vida misma, pero quizás convenga añadir que además, nos encanta ese ensimismamiento. Si en cada uno de los momentos históricos ha habido una doctrina filosófica y una forma de ver la vida, si cada una de ellas ha marcado la forma en que se realizan las investigaciones sociales centrando la base teórica de las mismas, quizás ésta que hemos citado de Eco sea la que deba imperar para posteriores análisis sobre sociedad, política y consumo. Seremos una sociedad adulta, y no unos adolescentes molestos para toda la vecindad, cuando comprendamos el significado del concepto, de tal forma que seamos capaces de construir nuevos universos simbólicos, apartados del objeto de consumo.
Los trabajos de Eco, que han tenido una importancia fundamental en la comprensión del símbolo, engrandecen aquella teoría freudiana del psicoanálisis con la que el Grande de Viena explicó el funcionamiento de la mente humana. Freud nos dijo que en el interior de nuestros cerebros había mundos que nosotros mismos no conocemos, mundos simbólicos. Muchos años más tarde, Eco fue, junto a otros, uno de los que explicó que esos mundos simbólicos funcionan como teclas que se pueden tocar para lograr generar en los ciudadanos comportamientos deseados, esos con los que se conforma la realidad social. A partir de ahí, cada cual pudo interpretarlo como bien le viniera, que es lo que sucede con las teorías de los sabios; unos de forma crítica, la que él utilizó, otros de forma práctica, la que ha ayudado a construir este caos social en el que vivimos.
Hay en la obra novelística de Eco un guiño constante a las prácticas de la sociedad. Existe, por ejemplo, esa tendencia de sus personajes a la doble personalidad, o lo que es lo mismo, al deseo e invención de vidas que no tenemos, que no nos pertenecen pero que queremos emular, porque nos invitan a hacerlo. O el tema común del impacto que el estímulo, siempre en forma de texto, generalmente escrito, tiene en la ciudadanía y, en consecuencia, el modo en que éste se manipula desde las estancias del poder. Como dice el investigador y escritor colombiano German Duarte, la novela El cementerio de Praga debería ser texto de cabecera de todos los cursos sobre medios de comunicación y estudios culturales. De fondo, y como unión de todo, por supuesto, el descontento que hace girar el mundo del consumo, la imperfección real del producto-símbolo que se muestra contra la perfección publicitada, lo que genera fallo en la expectativa y la vuelta al intento. La gasolina de ese artefacto que es el sistema. Todo está en nosotros, en nuestras mentes, en los universos que se construyen allí dentro.