En este sentido, toca revisar con espíritu autocrítico qué ha ocurrido en Euskadi durante las últimas décadas para que la tan elogiada Transición no trajese la paz y hayamos estado oprimidos, por un lado, a causa del terrorismo y, por otro, debido a la represión del Estado. El periodo pseudodemocrático que estableció e inauguró el pacto entre el centro izquierda, más un PCE en minoría y con riesgo de no ser legalizado, con la derecha y el neofranquismo ha supuesto para la sociedad vasca un tiempo de miedo y de angustia en que no hemos convivido en paz ni hemos sido libres.
La trayectoria sanguinaria de ETA no encuentra justificación alguna, pero no ha sido la única fuente de sufrimiento para la sociedad vasca, y tampoco para la española. De hecho, el nacimiento de la organización terrorista, tal y como señaló el historiador Georges Soria, es una consecuencia del golpe de Estado de 1936, la Guerra Civil y la dictadura nacionalcatólica. Además del Ejército español y otras instituciones, visto el ominoso papel que desempeñó la Iglesia Católica en el conflicto fratricida y a lo largo de la dictadura, convendría que la institución eclesiástica también entonase un mea culpa, pues si bien es verdad que desde el punto de vista cristiano, dado el quinto mandamiento no matarás, las acciones de ETA son del todo reprobables, también lo es que los obispos españoles justificaron y ampararon, cuando no lo alentaron, el asesinato de demócratas en aquel periodo histórico, sin olvidar que los grupos de extrema derecha que atentaron contra la vida de activistas por la democracia durante la Transición apelaban a la confesión católica para justificar sus crímenes. El terrorismo de Estado, las muertes a manos de la Policía, como la de Mikel Zabalza en 1985, y la tortura en las comisarias, con la que se ha llegado a matar, por ejemplo a Joseba Arregi en 1981, también son factores a considerar al valorar el sufrimiento de esta sociedad.
Cuando los historiadores escriban sobre lo que ha sucedido en este país, tendrán en cuenta, principalmente, es de suponer, que las víctimas de la violencia política exigen una explicación del porqué de su padecimiento injusto, máximo respeto, su dignidad y una reparación. Si esto no se produce de un modo equitativo, el sentimiento de injusticia y el dolor se mantendrán, y con ellos el rencor y la tendencia a retomar actitudes intolerantes. La paz es una consecuencia de la justicia. Hasta el momento se ha enfatizado en la reparación de las víctimas del terrorismo de ETA, pero desde el Gobierno y la Judicatura se impide la de las víctimas del franquismo, las del terrorismo de Estado, las de la Policía y las de los grupos de extrema derecha. Craso error cuyas inevitables consecuencias políticas actuarán inexorablemente en detrimento de la calidad democrática.
Finalmente, como simple ciudadano vasco-navarro, querría solicitar a la banda terrorista que ponga fin a su sangrienta historia con su disolución. Pese a su anuncio de cese definitivo de la actividad armada, sus reapariciones en escena y sus comunicados intranquilizan, desasosiegan y resultan muy desagradables, sobre todo al recordar aquella perversa y nauseabunda campaña de la socialización del dolor, en la que atentó contra el propio pueblo que le había dado ya la espalda. Cuando se ha generado tanto dolor, conviene saber poner el punto final. La unilateralidad de esta decisión, además, podría propiciar, opino, una salida para sus presos en el contexto de la no impunidad.