Dijo Orson Welles de don Quijote: cuánto corazón tuvo con tan pocos medios. Don Quijote quiso luchar contra todo, salir al mundo a desfacer entuertos en pos de la justicia social. Su mente enferma decidió eliminar su propia identidad y crear una que no le correspondía. Así, don Quijote se convirtió en un impostor. No obstante, su impostura tenía un componente literario que no suele darse en los casos de impostores reales: don Quijote no buscaba un beneficio propio, sino el bien común.

La historia de los dos últimos meses se ha llenado de impostores, o de historias de impostores. Su popularidad crece o se desvanece en la medida en que los medios deciden darles protagonismo. Uno de ellos ha sido Enric Marco, impostor al que Javier Cercas dedica su última novela. Enric inventó una vida que no vivió y que aquellos que sí lo hicieron hubieran querido olvidar: la de los campos de concentración. En su impostura, Marco buscó el beneficio de un mejor nivel de vida mediante el reconocimiento social que significa haber sido objetivo de la barbarie.

Los casos de impostura han sido frecuentes en la historia de la democracia española. Los hubo a montones durante el proceso de la Transición. Como aquellos que reinventaron su vida e ideología para encontrar acomodo en el nuevo régimen democrático. Como dijo aquel: de camisa nueva a chaqueta vieja. Ya metidos en democracia, la proliferación de los currículum vitae que mentían sobre las capacidades académicas de determinados dirigentes políticos o altos cargos ha sido una constante. La historia reciente de la impostura en España ha estado íntimamente unida a su eterna y tradicional división sociopolítica: si los personajes de la izquierda impostaban mediante la invención de títulos académicos, los de la derecha lo hacían enterrando su pasado a los ojos de la sociedad.

La creación de falsas identidades puede responder a dos aspectos diferentes. Por un lado, el patológico, denominado desdoblamiento de la personalidad y abordado desde la psicología clínica. Por otro lado, el ególatra, la intención voluntaria de cambiar nuestra vida, de mostrarnos como alguien que no somos, pero que, sin duda, nos gustaría ser porque en ello existe cierto beneficio. Don Quijote o Mr. Hyde, por poner dos ejemplos de la literatura, hubieran pertenecido al primer grupo. Marco, Roldán, la princesa Corina o el Pequeño Nicolás pertenecen al segundo. En este grupo, se observa una clara tendencia maquiavelista, desde el momento en el que el fin justifica los medios.

El fin de la lucha de clases significó la instauración de una amplia mayoría de clases medias en Occidente. A partir de ese momento, los estudiosos sociales, excepto aquellos que continuaban unidos al marxismo, decidieron cambiar la terminología y hablar de movilidad social cuando se observaba la intención de determinados sectores de mejorar sus condiciones de vida. Fue entonces cuando Darhendorf aseveró que en realidad, y pese a la universalización de la clase media, la lucha de clases seguía existiendo pero con un importante componente de cambio sobre el concepto marxista. Si en tiempos pasados se luchaba por el acceso a la propiedad de los medios de producción, ahora se lucha por el acceso a la autoridad que lleva implícito, además del acceso al poder, el acceso a los bienes materiales.

No es de extrañar, por tanto, que en todos los casos anteriormente citados exista un componente común que no debe pasar desapercibido: la unión de los impostores al nombre de una institución. Así, Marco usó su vinculación a la CNT para hacer sólida su historia; Roldán la Guardia Civil o el Ministerio del Interior; Corina o Urdangarín se vincularon a la Corona; Nicolás usó el CNI, la Casa Real, la Vicepresidencia del Gobierno, el Ministerio de Economía o la fundación FAES. Y es aquí, en el recurso a las instituciones, donde surge la propia impostura en la que éstas están cayendo. Las últimas noticias informan de todos aquellos casos, algunos muy recientes, en los que instituciones públicas y privadas, partidos políticos y entidades financieras, falsean sus datos y mienten sobre su realidad.

Somos una metáfora de la sociedad en la que vivimos; la sociedad ‘del simulacro’. Los impostores parecen encontrar su suelo real en un país que se debate en la continua estafa, que se apoya en el narcisismo, en la megalomanía, en la usurpación de aquello que no nos pertenece, en la necesidad de hacerse ver, en la apariencia. Nuestras organizaciones se llenan de Quijotes que ya no se miran en los libros de caballería sino en una publicidad simbólica que supera al típico consumismo de tienda o concesionario. Se delira grandeza y eso sucede en lo particular y en lo colectivo. Mientras tanto -recurriendo a la frase de Marx-, todo lo que era sólido se desvanece. Lo único que se solidifica es la desconfianza en las instituciones.