La uniformidad nacional, el sufragio electoral, el sistema de partidos, el juego parlamentario, la administración pública, la vida económica, la actividad intelectual y la moral. Todo era simulado.

Ahora se ha importado el término unionismo, pero Almirall habló de uniformismo, que es una cosa bien distinta y representa mucho más gráficamente la posición clásica del nacionalismo español. España, para los uniformistas, es Castilla. En realidad, según el precursor del catalanismo, a lo largo de la historia en la península se han constituido dos grupos, el castellano y el vasco-aragonés o pirenaico, de carácter y rasgos completamente diferentes. El segundo, los catalanes y los vascos que para Almirall “son los trabajadores de España”, se basa “en la libertad y en la confederación libre”. El primero, al que también llama centro-meridional, se inclina exclusivamente por el “el espíritu de absorción, de reglamentación, de dominio” sobre las provincias. De ahí que su principal desvelo sea “imponer la legislación castellana a todas las regiones pirenaicas”.

No hay un independentismo político en Almirall. Acaso sí un secesionismo cultural o moral respecto al carácter castellano. En la línea de un nacionalismo, aunque también de un regeneracionismo que se adelanta en una década al también pirenaico Joaquín Costa. Almirall cree que solo revelando las miserias del régimen se puede sanar la enfermedad que “nos está llevando rápidamente a la ruina total”. Plantea que la cura pasa por una “fuerte conmoción” que comience por ‘destruir’ las tres patologías más importantes que impiden una nueva organización del estado: el falso parlamentarismo, la uniformidad y el espíritu centralizador y la preponderancia y el dominio exclusivo del castellanismo centro-meridional.

Hay indudables concomitancias de la época en que vivimos con aquella en la que se fraguó la que Inman Fox denomina invención de España. Ya desde aquel momento, la identidad española tuvo serias dificultades de definición política. En expresión de Canovas: “Es español? aquel que no puede ser otra cosa”. Siglo y cuarto después, la construcción del proyecto nacional español ha fracasado más allá del centro y del sur del estado. Hoy el aserto de Canovas adquiere aspecto de profecía, ya que muchos de los que pueden ser otra cosa parecen querer desprenderse lo más rápido posible de su condición española.

España tal como es (2014). Uno de los canovistas más activos del momento, Fernando García de Cortazar, lamenta la declinación de la España nacional: “una España cuyos líderes la han abandonado a la condición de una mera denominación de origen, una administración sin alma, sin tradición y sin proyecto histórico comunes”. Sin embargo, no es que el nacionalismo español haya desaparecido. Aunque ya no recurra tanto a exhibirse de forma ostentosa con proclamas pomposas y llamativas movilizaciones, este nacionalismo se manifiesta a través de prácticas y rutinas banales que en el día a día se imponen sin opción, a través de una nacionalización de masas triunfante, en las zonas en las que es castellanismo se ha hecho hegemónico. Realidad que contrasta con la resistencia que oponen a esa nacionalización los pueblos pirenaicos que elogió Almirall.

En el lapso del siglo largo que media entre la obra del autor catalán y el presente, han cambiado muchas cosas, pero el estado de ebullición que ahora se vive en Cataluña es también (como entonces) expresión a la vez de una reacción contra el uniformismo y una aspiración de regeneracionismo, en un tiempo como el actual de intensa recentralización de poderes hacia Madrid y de descomposición de la Administración común. La capacidad de reacción de los poderes subestatales marca la diferencia entre ambas situaciones.

Se la tildó de simulacro, pero la del domingo (9-N) fue una gran manifestación política. De ella pueden extraerse dos sensaciones de signo contrario. Una que transmite sensatez. De la imagen de que la ANC llevaba a la Generalitat a rastras hemos pasado a un escenario de mayor protagonismo institucional. La segunda nos lleva a la cautela. El 9-N podría quedarse en una baliza más que nos conduce sin remedio al choque antagónico entre las mayorías que dominan respectivamente en España y Cataluña, al que nos veríamos abocados si las cosas no cambian sustancialmente.

Es lamentable que un problema tan viejo, cuyo origen ha sido tantas veces diagnosticado, no pueda resolverse porque los poderes de la capital siguen sin aceptar, acaso por el temor de que España se rompa, el fracaso de su proyecto uniformizador. Como diría Pi i Margall, “temer que por el pacto se disgreguen en España las provincias es creer que permanecen unidas por el solo vínculo de la fuerza”. Por eso, la solución no va a venir de un recrecimiento del conflicto, que perjudicará a todos. La solución solo puede provenir en primer lugar del conocimiento de la voluntad de los implicados. Y, finalmente, del punto de encuentro entre dichas voluntades para integrarse en una unión más sólida por ser pactada, o en una separación mutuamente consentida.