La de ayer, con final en la estación alpina de Courchevel, fue una “etapa Tour” de las de antes, de las que provocan la hecatombe y trasmiten al espectador toda la dureza del ciclismo. Pesó que están en la tercera semana de carrera, que se disputó al día siguiente de una contrarreloj muy exigente, y un recorrido con una suma de puertos subidos con mucha velocidad. Todo eso junto condujo al vacío de fuerzas que ayer padecieron muchos corredores y, sobre todo, Pogacar. No se equivocaba el equipo de Vingegaard, ni él mismo, cuando anunciaban, impertérritos, desde el principio del Tour, que tenían un plan que iban a cumplir a rajatabla, y que la última semana de carrera les beneficiaba respecto a Pogacar. Ese plan consistía en provocar el desgaste de fuerzas del esloveno, llevándole a un ritmo intenso en todos los puertos, pensando que, quizá, su preparación no había sido la idónea por un exceso de demostraciones desde marzo, a lo que se sumó su lesión en la muñeca tras la caída en la Lieja. En sus cuentas sabían que con ese cóctel, su flanco más endeble era la resistencia, el fondo. Y tenían que desgastarlo, exponerlo, y no ponerse nerviosos ante sus arrancadas explosivas en los últimos tramos de los puertos, o cerca de la meta. Correr a la contra de una manera inteligente, sin responder, aguantando, y a la vez remachando con la apisonadora del equipo durante todas las subidas.

El complemento de esa estrategia compleja, de contraataque a veces y ofensiva sin parecerlo, fue la contrarreloj de anteayer, donde Vingegaard hizo una exhibición estratosférica, comparable a aquella en Luxemburgo de Indurain. Eso fue la guinda que abatió mentalmente a Pogacar. En este Tour hemos visto algo desconocido en él, que he subrayado varias veces: mostrar su agonía, su cansancio. Hasta ahora parecía que ganaba con una facilidad que excluía el dolor. Ya no es así. Su imagen, antes de quedarse en el tremendo col de la Loze, era la de una premonición, ojos hundidos, mirada perdida, maillot abierto del todo y echándose agua sin cesar por la cabeza y la espalda. Cuando se quedó, también vimos una foto de él inédita, que me recordó las de grandes campeones en el ocaso, que tuvieron un día en el que se rompieron. Merckx en 1975 subiendo a Pra-Loup; Lemond en el Tourmalet; Indurain en Les Arcs; como Pogacar, sin poder levantase del sillín, empujando contra las cuestas más con los riñones que con las piernas los pedales; una debilidad que todos los que hemos andado en bici hemos padecido alguna vez, y que sabemos reconocer. Pogacar es joven, no es su ocaso, y puede aprender una lección con su derrota, la de saber perder, que es más difícil que ganar, pero más válida para la vida, pues se pierde más veces, muchas más, de las que se gana, y apenas alcanzamos unas migajas de todos los sueños a los que aspiramos. Recuerdo que cuando era juvenil, mis actividades principales eran tres: el ciclismo, pues era corredor; los estudios, donde brillaba; y la del compromiso. Ésta última me llevó a participar en una organización en la que teníamos reunión todos los lunes. Mi responsable, que se llamaba Íñigo, lo primero que me preguntaba al verme era cómo me había ido en la carrera del domingo, y lo que no aceptaba de ninguna manera era el abandono. Si éste se había producido, tenía que argumentar que sólo era debido a alguna caída o avería. Espero que Pogacar aprenda esa lección de sacrificio y humidad, y termine el Tour.

La contrarreloj que venció Vingegaard se disputó muy cerca de Sallanches. Una ciudad histórica para el ciclismo porque vio enfundarse a Eddy Merckx u primer maillot arco iris como campeón mundial de amateurs en 1964; y por la gesta que hizo Hinault en el Mundial de ciclismo de 1980, que volvió a celebrarse allí. Ese día dieron veinte vueltas, 268 kilómetros a un circuito en el que subían la cota de Domancy, la misma que subieron en la contrarreloj. Una ascensión de tres kilómetros con una pendiente media del 8,6 %, con rampas del 15%, y con el último kilómetro completo al 11%. En la vuelta decimotercera Hinault pasó a ofensiva, tomó la cabeza del pelotón e incrementó el ritmo en la subida, repitiendo lo mismo en cada vuelta. Se levantaba y se sentaba sin bajar la cadencia, moviendo una enorme multiplicación, sembrando la ruta de cadáveres ilustres como Saronni, Moser, Zoetemelk, Knetemann, Kuiper, Rass, De Vlaemick. En la decimoséptima vuelta sólo le aguantaban cuatro corredores: Baronchelli, Millar, Pollentier y Rasmussen. En la decimoctava se quedó con Baronchelli y Millar. En la penúltima subida ya sólo resistía Baronchelli. Como el italiano no le daba ni un solo relevo, Hinault se quejó al coche de la selección transalpina, pero es que Baronchelli iba tan fundido que apenas podía seguirle. En la última subida, el tejón se puso de pie, dio un demarraje y dejó clavado a Baronchelli. En la meta le sacó un minuto de ventaja. Sólo finalizaron quince ciclistas el campeonato, lo que demostraba la tremenda dureza y la salvaje tortura a la que les había sometido Hinault. Se considera una de las mejores carreras de la historia.