Queda poco tiempo, un tiempo acelerado y medible ya en horas, para que nos pongamos en modo Tour, como ahora se dice por influencia de los utensilios informáticos. Un modo, una “manera” de estar en el mundo, que dirían en el Renacimiento, que se caracteriza por focalizar la mayor parte de nuestra atención en lo que sucede en la gran carrera. Y este año, que el Tour empieza en nuestra casa, más. Ya no habrá paisaje, lectura, acontecimiento, durante esos veinte días, que no veamos teñido por el amarillo de la prueba. Desde la bandera de Ucrania al renacido sol veraniego. Que la carrera ciclista más importante del mundo, y así es, arranque en Euskadi, representa un homenaje de la organización a la forma de querer el ciclismo que tenemos por aquí. A veces se dice, y es una metáfora exagerada, que está en nuestro ADN. No es así, pero, por una suerte de razones históricas, es un deporte muy querido en estos lares. No se debe a la existencia de un gran campeón que provocara una legión de seguidores, no. Aquí no destacaron figuras extraordinarias como las que tuvieron Italia, Francia o Bélgica. Aquí no hubo ninguna estrella fulgurante que suscitara el delirio de la afición, y un movimiento de masas. Aquí todo fue poco a poco. Y por eso fue menos fanático, más deportivo y limpio. Porque para cuando llegó nuestro único vencedor, Miguel Indurain, al que me permito dar ese título, la afición ya estaba ganada. Se había construido mediante una lenta conquista de la hegemonía en el alma de la fantasía popular, al mejor modo gramsciano.
El Tour de los vascos es la hegemonía en el terreno poético, en el de la imaginación y los sueños, edificada palmo a palmo, cimentada en los talleres y fábricas de armas de Eibar que, tras la crisis de pedidos que sucedió a la I Guerra Mundial, cuando se derrumbó la industria del armamento, se reconvirtieron en fábricas de bicicletas, alumbrando las luego famosas marcas Orbea, GAC, BH, Zeus, y otras de accesorios y piezas como Triplex. Y esas fábricas y talleres encontraron el tejido de distribución y venta, de tiendas, que necesitaban para llegar al pueblo con las bicicletas, como fueron, por ejemplo, Matxain en Errenteria, o Comet y Miner en Donostia. Tiendas montadas por gentes que no sólo eran comerciantes, sino que habían sido ciclistas, como Periko Matxain, y José Luis Miner; o que descubrían con pasión ese nuevo deporte, como fue el caso del francés afincado en Donostia Julián Comet, que construyó el primer velódromo de Atocha, y fundó en 1909 el Club Ciclista San Sebastián. El club que dio a la Real su primer título de Copa bajo ese nombre ciclista, porque era necesaria una licencia federativa para participar, que sólo el club ciclista tenía, prestándosela al de fútbol. Gentes con alma ciclista que deseaban invadir el país con las máquinas fabricadas en Eibar.
El Tour de los vascos es de los corredores, de aquellos ciclistas pioneros de los que hemos hablado en ocasiones, los primeros ciclistas de los años veinte, con el invencible José Luis Miner en cabeza; de los de los años treinta, con Joaquín Iturri, los hermanos Luciano y Ricardo Montero, o los de los sindicatos estudiantiles de la República; de los de la posguerra, como Loroño, Matxain, Otaño, Gabica o Errandonea; de los de aquella generación brillante del recién malogrado Txomin Perurena, con Miguel Mari Lasa, Paco Galdós, Shanti Lazkano, José Nazabal; es de los de la época de Marino Lejarreta, Etxabe, Gorospe, Peio Ruiz Cabestany; de los de la de Induráin y Olano; de los de la quinta de Igor Astarloa e Iban Mayo; y de los más cercanos, como Igor Antón, Mikel Landa, Peio Bilbao, o los hermanos Ion y Gorka Izagirre. De todas, sumándose una con otra en el imaginario colectivo. Palmo a palmo. Porque todos ellos, con sus luchas, sus proezas, algunas más domésticas, otras más internacionales, fueron ganando el corazón de la gente. Levantándose sobre la base popular de aquel ciclismo de los pioneros, que fue esencial. Cuentan que entonces, en los bares, el ciclismo era un deporte tan popular como el fútbol, y como no había televisión, ni emisoras de radio que llegaran a todo, en algunas tabernas se colocaban sobre las paredes los anuncios de las carreras del fin de semana, y después los resultados.
Como en toda obra, como en toda acción colectiva, es la relación entre el autor y quien la observa lo que le da un sentido compartido. El Tour de los vascos es de la gente que se dejó arrebatar por esa pasión, cuando podía no haberlo hecho. Porque no está en nuestro ADN. Fue, es, en algún momento de la historia, de nuestras vidas, una elección. Todo deporte popular, a mi modo de ver, para ser elegido por el pueblo necesita de la autenticidad, del sello de la experiencia. Para que el fútbol sea el fenómeno de masas que es, hace falta que los niños hayan jugado desde pequeños con una pelota en los recreos de la escuela o en los largos ratos libres de su vida infantil.
Igual pasa con el ciclismo. Es preciso que un ejército de niños haya tenido a mano una bicicleta para pedalear por las plazas o descampados de su barrio, por los caminos de los arrabales, para disputar sus primeras carreras frente a sus amigos. Y tener esa bici, aunque a veces no fuera propia, sino socializada, prestada por el colega más afortunado, era algo facilitado por la cercanía de las marcas eibarresas y de las tiendas, antes mencionadas.
Ésa es la base de la afición, donde la experiencia propia es intransferible. Por eso, donde no haya esta semilla, es difícil que germine la planta. Si analizamos sobre un mapa mundial la geografía del ciclismo, podemos verificar esta ley, países ricos, muy desarrollados en el deporte, que no despuntan en el ciclismo, porque carecen de esa base. Y al revés. Salvo contadas excepciones.
El Tour se corre en verano, bajo el calor, y siempre atraviesa los Pirineos y los Alpes, a veces con mayor intensidad una cadena montañosa que otra, y eso va cambiando. Los puertos de los Pirineos y los Alpes son puertos largos, de una dureza diferente a los vascos, cortos y de mayor intensidad. La resistencia al calor y la resistencia al esfuerzo en puertos largos, presumiblemente bajo altas temperaturas, son dos características que determinan casi siempre a los vencedores del Tour. Quizá por eso siempre se nos atragantó a los vascos, y no tuvimos un vencedor, con la salvedad de Indurain, que era de Navarra, tierra habituada a la solana. Si analizo las etapas de este Tour que viene, lo que me resulta más llamativo, en un recorrido muy montañoso, es la existencia de una única contrarreloj de 22 kilómetros y con un puerto de segunda categoría en medio. Eso, y la subida al Puy de Dôme, un puerto mítico donde Anquetil y Poulidor se disputaron un Tour, y que no se visitaba desde hace muchos años.
El Tour de los vascos es el de las fábricas y talleres que fabricaban las bicicletas; es el de las gentes que lo han abrazado y hecho suyo, lugar para su pasión; es el de nuestros ciclistas que, sin una estatura de gigantes, sin la talla de superhombres, se asemejan más a lo que somos la mayoría. Por todas esas razones, conectadas, mezcladas, entrelazadas, el Tour es algo especial para los vascos y es de los vascos. Porque, como cantaba Carlos Cano, “todo está unido entre sí, como el trigo a la amapola”.