«Cuando regresó, Rebeca no era ella», y, entonces, se congela en un silencio como el que provoca un accidente, el silencio que contiene el eco del frenazo y de los gritos. El médico, que le parece joven, demasiado joven, debe de tener pocos años más que él — no sabe por qué le molesta tanto el reloj Apple en su muñeca derecha, la correa trenzada y estampada con los colores del arcoíris—, no hace nada por llenar ese vacío, le concede un tiempo de cortesía a la espera de que César añada algún detalle y, al darse cuenta de que no será capaz, le señala una zona de espera en el pasillo, le promete que saldrá a buscarlo más adelante, una vez que tenga los resultados de las pruebas.

Ficha

  • Título: ‘El Esplendor’
  • Autor: Agustín Martínez
  • Género: Thriller
  • Editorial: Planeta
  • Páginas: 416

La máquina de vending emite un zumbido salpicado de brotes eléctricos, todo le parece defectuoso en el hospital: las paredes necesitadas de una mano de pintura, y el suelo de linóleo, que ha sido fregado demasiadas veces, desgastado en las zonas más transitadas. Las enfermeras, con una felicidad insultante, van y vienen de las habitaciones con carritos de medicamentos, los visitantes se arrancan sus máscaras de entereza cuando salen al pasillo y ya no necesitan fingir ante los enfermos. Es el miedo, César es consciente: un magma incandescente que hierve dentro de él y le distorsiona los sentidos como una fiebre.

«Cuando regresó, Rebeca no era ella», ha dicho, y casi puede verla entrar en casa hace solo unas horas, la noche pasada. Dejó la maleta en el recibidor, la gabardina que compró en Chloé colgada del asa. Él le dio un beso fugaz, un abrazo. Rebeca olía a sudor y a cansancio, lo creyó normal después del viaje: la atmósfera del tren, del taxi, de espacios desconocidos para él, estaban pegados a su piel. Tampoco le quiso dar mucha importancia a la leve contracción de su gesto cuando se separaron, como si él le hubiera hecho daño. «Se me hace tarde», dijo César a modo de disculpa. Ya habían pasado las diez de la noche y todavía tenía una media hora de camino hasta el hotel donde trabajaba. Rebeca no intentó retenerlo, ni siquiera filtró un matiz de decepción porque él no hubiera pedido el día libre. «Estoy hecha polvo», le

dijo ella, y su mirada rebotó por el pasillo en dirección al dormitorio, como una pelota lanzada sin ganas; todo lo que necesitaba era alcanzar la cama y dormir.

No fue hasta que estuvo en la calle, esperando el verde del semáforo de la glorieta de San Bernardo, en mitad del caos de tráfico y de chavales que iban camino de una noche de jueves en Malasaña, cuando le invadió una sensación de extrañeza. 

El breve encuentro con Rebeca se magnificó en su memoria, y lo que antes eran detalles sin importancia cobraron otro sentido. Su olor, los gestos, incluso el sabor de su boca le supieron ajenos, como si hubiera besado a una desconocida, y una tenue corriente de deseo le recorrió el cuerpo. Se sintió culpable y apretó el paso por la calle Carranza, obligándose a desterrar esa excitación. Sin embargo, la idea de que algo no estaba bien persistió.

La portada de 'El esplendor'. Elkar

«¿Quiénes se supone que somos?», le preguntó César cuando Rebeca abrió por primera vez la casa donde habían decidido vivir juntos. Invadieron ese piso, en la plaza del Conde del Valle de Súchil, hacía casi siete años.

Ellos apenas tenían veinte. «Yo soy la sobrina. Tú no eres más que un parásito que se aprovecha de mi herencia», se rio ella aquella noche. «Pero al que te encanta follarte», y se besaron hasta llegar a la habitación de matrimonio, todavía atestada de armarios y mesillas de maderas oscuras tapizadas de polvo. Cayeron en una colcha que amarilleaba e hicieron el amor bajo la mirada de los retratos de unas personas que, cuando se habían tomado esas fotografías, todavía eran jóvenes, y que ahora ya estaban muertas. El matrimonio no tuvo hijos, tampoco les quedaba familia. Rebeca había sabido, gracias a un amigo enfermero, que el dueño del piso había fallecido a causa de un cáncer dos meses atrás. El inmueble estaba vacío desde entonces. La esposa del hombre, una mujer rubicunda y de pelo cardado en las fotografías, había muerto mucho antes. Rebeca llamó a un cerrajero, cambió la llave una noche de viernes, y entraron ese mismo fin de semana. Los vecinos, ancianos en su mayoría, no se enteraron de nada, pero era evidente que preguntarían cuando los descubrieran instalados en su comunidad.

Por eso debían decir que Rebeca era sobrina del difunto dueño. Al principio pensaron que podrían pasar un par de años, pero en estos siete nada los había obligado a huir. Ningún requerimiento oficial. Ningún familiar lejano exigiendo su herencia. Los ciento sesenta metros con terraza y vistas a la plaza se transformaron en los límites de su universo privado. Entre esas paredes crecieron hasta convertirse en adultos de esa manera en la que el amor mezcla las identidades, dos árboles cuyas ramas se injertan en el otro hasta que se alimentan de la misma savia.

¿Cómo podía asaltarle ahora a César la impresión de que Rebeca era una extraña? Una impostora. Aunque no la dijo en voz alta, la palabra le hizo detenerse, bloqueado a mitad de camino del hotel como un turista incapaz de ubicar el norte.

A raíz de aquella ocupación de la vivienda, Rebeca encontró un nuevo oficio, o tal vez fuera el relato de orfandad de César lo que hizo que prendiera la idea, él no estaba seguro. Ella descubrió que, si se hacía de manera legal, podía ser mucho más rentable. Recurrió a Merino, un abogado al que César y ella habían conocido antes de invadir el piso del Conde del Valle de Súchil, cuando tuvieron problemas con la justicia. Los mismos problemas que habían cruzado sus vidas. Rebeca no tenía el título universitario de Merino, pero lo necesitaba. Su plan: localizar a hombres y mujeres que hubieran fallecido sin herederos. Buscar a familiares de tercer o cuarto grado, gente que en algunos casos ni siquiera sabía que guardaba parentesco con el finado. Ayudarlos a conseguir su parte de la herencia a cambio de una comisión del treinta por ciento. Todo legal gracias al título de Derecho que Merino tenía colgado en un salón viejo y poco ventilado que también hacía las veces de oficina. Así, Rebeca conseguía arañar en algo a lo que la ocupación ilegal de una casa no te daba acceso: las cuentas bancarias.

«Es como jugar a la lotería, pero siempre ganas», le decía a César. Nadie muere sin nada, es imposible deshacerse de todo lo acumulado a lo largo de una vida antes de desaparecer. Una parte de lo que dejaban atrás los fallecidos, si encontraba a algún familiar, era para Rebeca.

Porcentajes de los ahorros en el banco o de las propiedades una vez liquidada la herencia. Como una surfista que sueña con la Gran Ola, se zambullía en cada caso con la esperanza de que, al escarbar entre esas posesiones ocultas, apareciera una fortuna.

SOBRE EL AUTOR

Agustín Martínez es licenciado en Imagen y Sonido por la Universidad Complutense de Madrid, e inició su carrera profesional como guionista, firmando series como Sin tetas no hay paraíso, Crematorio, Acacias 38... 

Además, es escritor de novela negra. En 2015, publicó su primera novela Monteperdido, que fue adaptada a televisión. Le siguió Mala hierba, y ahora, El esplendor, es su tercera novela en solitario.

También es uno de los tres integrantes –junto con Jorge Díaz y Antonio Mercero– de Carmen Mola, seudónimo con el que han vendido cerca de dos millones de ejemplares de toda su obra y que fueron galardonados con el Premio Planeta 2021, con la novela La Bestia.

Todavía no había tenido suerte, pero el caso de Juan Vendrell pintaba mejor que otros. Eso le había dicho antes de emprender el segundo viaje a Oristà, un pequeño pueblo de interior en la provincia de Barcelona, hacía diez días. ¿O había sido menos tiempo? César no estaba seguro. Puede que fuera más, tal vez doce, y se descubrió intentando ubicar el día exacto en que Rebeca se marchó; fueron a la inauguración de una coctelería, de eso creía estar seguro, él pasó la noche en el trabajo y, al volver a la mañana siguiente, ebeca ya había salido hacia la estación. Encendió el móvil camino del hotel y abrió el chat de WhatsApp, esperaba que sus conversaciones le revelaran la fecha de su partida. Cifrar el tiempo que Rebeca había estado fuera era una cuestión urgente.

No se habían escrito en los últimos quince días. El último mensaje, un recordatorio de que tenía que comprar café junto a un emoji tan sonriente como vacío, era bastante anterior a la mañana en que se había ido.

Ahora, Rebeca está en el hospital. Él, nervioso, tamborilea con los dedos en la silla de la sala de espera, mientras aguarda que el médico salga a darle los resultados de las pruebas. Con el vértigo de que sean malas noticias. De que ya sea demasiado tarde. De que las horas que perdió anoche, ajeno a lo que le estaba pasando a Rebeca, fueran vitales. Y, como el que se castiga hurgando en la herida abierta, recuerda cuando entró en el Rosewood Villa Magna, saludó a los compañeros y, siguiendo la rutina de cada noche, pasó al cuarto de recepción, se vistió con el traje de Tom Ford que le había dejado la lavandería y que, más que un empleado, le hacía parecer un huésped.

Uno con el que todo el mundo quiere estar.

—Te están esperando en el restaurante. Park Jin-woo. Coreano. Ejecutivo de Hynix.

El ritual de cada noche esta vez le resultó tedioso. El encargado del turno le entregó una tarjeta con algunos datos más: la ciudad de donde era originario el huésped, Icheon, y el motivo de su viaje a Madrid, acuerdos de distribución de las memorias flash de su empresa. Cierta vanidad, la seguridad de que ese ejecutivo coreano no iba a olvidar esa visita, lo hizo sentirse algo mejor. César iba a abrirle las puertas de la ciudad y esperaba que, como el aire viciado que limpia una brisa, el laberinto de preguntas sin respuesta y extraños presagios que le había traído el regreso de Rebeca se desvaneciera.