Capítulo uno
Madrid, diciembre de 1938
Lloraba. No había dejado de llorar desde que salieron de la redacción de Blanco y Negro. Le dolía el llanto de su hijo, y más en aquel momento en el que le habían comprado una de sus caricaturas. Ella le había explicado que debía portarse bien mientras estaban en la revista y el niño había cumplido, pero en cuanto salieron a la calle volvió a llorar.
Insistía, sin convicción, sintiendo que traicionaba no solo a su hijo sino a sí misma, que no debía preocuparse por el viaje, que estaría bien y que pronto regresaría. Se lo prometió:
«Un mes, como mucho dos, y te aseguro que volverás a casa».
Su hijo le agarraba con fuerza la mano y entre lágrimas le suplicaba: «No quiero, mamá, no quiero».
Le cogió en brazos. «Mi niño, mi niño, no llores, que yo no te voy a dejar», repitió rindiéndose ante el llanto de su hijo.
Pero continuó caminando aunque sabía que su marido no atendería a sus razones ni al pesar del niño.
Ficha
- Título: ‘El niño que perdió la guerra’
- Autora: Julia Navarro
- Género: Novela
- Editorial: Plaza y Janés
- Páginas: 640
Arreciaba el viento y el gris se había instalado en la ciudad.
A aquella hora, las cinco de la tarde, había gente en la calle y en sus rostros se dibujaban las huellas del hambre. Todos tenían hambre, todos habían aprendido a intentar no naufragar en la miseria. La guerra era así, y no cabía quejarse. Tampoco habría servido de nada. Además, aquel mes de diciembre de 1938 no presagiaba nada bueno.
Se fijó en un cartel pegado a una farola y sonrió. Aquella caricatura era suya, la había creado con sus manos y su imaginación.
Un banquero con los bolsillos rebosantes de monedas escapando. No era la primera caricatura que hacía para el Frente Cultural porque, como Agustín repetía, la guerra también se ganaba desde detrás de la trinchera. Y las caricaturas eran un arma de guerra que servía para concienciar a la buena gente. Quizá tuviera razón, pero lo único que sentía era la frustración por no poder firmar los dibujos satíricos de aquellos carteles.
Ante el llanto de Pablo desechó aquellos pensamientos y tuvo que hacer un esfuerzo por no acompañarle en sus lágrimas.
Pensó en su madre, que nunca se habría permitido llorar delante de ella, su única hija. Sin lágrimas pero con ira y desprecio, así había transcurrido la conversación que apenas unas horas antes habían mantenido.
—Agustín quiere que enviemos el niño a Rusia. Dice que allí estará mejor, que al menos comerá bien. Teme lo que pueda pasar aquí.
Su madre ni siquiera parpadeó; se limitó a mirarla con ira.
—¿Y tú qué quieres hacer? —dijo mientras deslizaba su mano por el cabello del niño.
—Yo no quiero que se vaya… ya lo sabes… No dejé que se lo llevaran en el Sontay, el carguero que en junio del 37, desde Pauillac, llevó a más de mil niños a Rusia. Entonces Pablo era muy pequeño. Pero ahora… ¿Y si le pasa algo por mi culpa? Agustín dice que soy egoísta, que pienso en mí, pero no en nuestro hijo.
—¿Y él? ¿En qué piensa él?
—Pues… no sé… en nosotros…
—¿De verdad lo crees?
—Madre, ¿tú qué harías?
—Yo no me habría casado con un hombre como Agustín, de manera que difícilmente puedo ponerme en tu piel.
—Por favor, madre… no es el momento…
—No puedo decirte qué haría puesto que a tu padre jamás se le hubiese ocurrido mandarte a Rusia y, por tanto, no me habría propuesto tamaño… tamaño desatino.
Esa fue la respuesta. Sabía que su madre no diría más. A ella le dolía el desprecio que manifestaba por Agustín. Le culpaban de haberle «metido» en la cabeza ideas comunistas. No, sus padres no simpatizaban con Agustín, pero aun así ella sabía que lo que acababa de decir su madre era verdad: su padre jamás la habría enviado a ningún país extranjero. Pero cómo iba a hacerlo si era católico como su madre, a pesar de su lealtad a la República. Se alegró de que aquella tarde su padre aún no hubiera regresado del ayuntamiento.
Llevaba toda la vida haciendo lo contrario de lo que ellos esperaban de ella. Sus padres querían que fuera maestra, pero Clotilde ni siquiera había querido pensar en esa posibilidad.
Le gustaba dibujar; a decir verdad, le gustaba caricaturizar la realidad, retorcer rostros y figuras para arrancar sonrisas o denunciar la realidad, tanto daba. Había logrado que sus caricaturas se publicaran en algunos periódicos, pero, eso sí, con seudónimo: firmaba como Asteroide. En pocas ocasiones aparecía su nombre, Clotilde Sanz. Pero no le importaba, se conformaba con publicar, publicar, publicar.
Cuando tenía entre sus dedos los lápices dejaba volar la imaginación, y así iban saltando al cuaderno de dibujo caricaturas sobre cuanto sucedía a su alrededor.
Nadie entendía, tampoco sus padres, aquel empeño suyo en ser dibujante de caricaturas.
Sus padres tampoco le habían perdonado que se casara por lo civil con Agustín. A ella le hubiera gustado que Agustín hubiese cedido para casarse por la Iglesia, pero era un hombre de principios y no quiso participar en una ceremonia en la que no creía. Ella, en cambio, no había dejado de sentirse en pecado por no haber recibido el sacramento del matrimonio,
pero le quería tanto… Aun así, había momentos en que se
arrepentía. No comprendía la obcecación de su marido en
enviar a su hijo a Rusia. Eso los había ido separando.
Aceleró el paso. Hacía frío. Mucho. Diciembre era así.
Tenía las manos heladas.
Pablo no paraba de llorar. Pensó que Agustín se enfadaría y le regañaría. «Los hombres no lloran. ¿Crees que vamos a ganar la guerra llorando?», le solía repetir al niño cuando le veía llorar. Parecía olvidar que Pablo solo tenía cinco años.
Subieron los tres pisos andando. Qué remedio. En aquella casa de la Corredera de San Pablo no había ascensor. Se habían terminado acostumbrando, aunque echaba de menos la comodidad que suponía tener un ascensor como en la casa de sus padres, aunque ellos no eran ricos ni mucho menos. Su padre era funcionario del Ayuntamiento de Madrid y su madre, una buena ama de casa sin más pretensiones que la de dejar que la vida fuera pasando sin grandes sobresaltos. Los dos votaban al partido de Azaña.
Cuando llegaron a casa, Agustín se estaba aseando. Le pidió en voz baja a Pablo que se secara las lágrimas, «ya sabes que si lloras, papá se enfadará». Luego se fue a la cocina para hacer la cena. En realidad, no tenían mucho que cocinar. Si no fuera por lo que les daba su madre apenas hubieran podido comer. Sacó de la bolsa unos cuantos huevos. Cenarían tortilla de patatas, a los tres les gustaba, y después aún tendría tiempo de trabajar en unas caricaturas que pensaba llevar a El Sol.
Le hubiera gustado enseñárselas a Luis Bagaría, al que tenía como referente del arte de la caricatura, pero este había regresado a Barcelona. No se conformaba con publicar en Madrid, su sueño secreto era ver alguna de sus caricaturas publicadas en La Traca. Había enviado unas cuantas hacía meses, pero la revista había cerrado. La Traca había sido sin duda la revista satírica más importante de España.
La voz de su marido la devolvió a la realidad.
—Se irá con Borís —afirmó Agustín con rotundidad mientras masticaba un trozo de tortilla.
SOBRE LA AUTORA
Julia Navarro ha cautivado a millones de lectores con las ocho novelas que ha publicado hasta la fecha:
La Hermandad de la Sábana Santa, La Biblia de barro, La sangre de los inocentes, Dime quién soy, Dispara,
yo ya estoy muerto, Historia de un canalla, Tú no matarás y De ninguna parte. Con Una historia compartida,
su obra más personal, hizo un paréntesis en la ficción.
Sus libros se han traducido en más de treinta países y de Dime quién soy se ha producido una ambiciosa
serie de televisión. Ahora regresa a las librerías con El niño que perdió la guerra.
Le odió. En aquel momento sintió que le odiaba. Aunque el odio quizá no era nuevo, sino que había ido fermentando poco a poco. Si tuviera que situarlo en una fecha, sería la de los primeros días de la guerra. Hasta entonces solo había visto por sus ojos, la realidad era lo que él decía, y ella nunca se había atrevido a replicar. Pero ahora sí. Lo tenía decidido. No permitiría que se llevaran a su hijo.
—No. El niño se queda aquí, en casa, con nosotros.
—¿Tan poco te importa tu hijo? Debería haberse ido hace tiempo junto con los otros niños.
—¿Crees que habría estado mejor en Rusia? Allí solo, sin nuestro cariño, sin entender el idioma…
—Sí, claro que lo creo; ¿qué otro interés puedo tener si no es desear lo mejor para Pablo?
—Tiene cinco años, solo cinco… —protestó ella.
—Cinco años y un porvenir que nunca tendrá aquí. Estamos perdiendo la guerra… No se puede decir porque eso desmoralizaría a los nuestros, pero la estamos perdiendo.
Clotilde le miró asustada. Agustín se había mostrado siempre seguro y confiado, y de repente confesaba que estaban perdiendo la guerra.
—Y si eso pasa, ¿qué vamos a hacer?
—Razón de más para salvar a Pablo. Borís se lo llevará con él. Es nuestra última oportunidad. No irá a ninguna de las casas infantiles para niños españoles, se quedará con él y con su familia hasta que nosotros podamos ir.
—¿Nosotros? ¿A Rusia?
—A Rusia, sí. No hay otro lugar mejor para vivir, por lo menos para un obrero, y es lo que soy, Clotilde, ¿se te ha olvidado?
—El tono de voz de Agustín era seco.
—Bueno, no eres exactamente un obrero… estudiaste para aparejador —protestó ella.
—No pude terminar los estudios.
—Pero podrás hacerlo, es lo que hemos planeado.
—Te acabo de decir que estamos perdiendo la guerra.
—Aunque la perdamos, tendremos que seguir viviendo; tú podrás trabajar y terminar tus estudios, solo te falta un año para acabar. Además… ¿qué haría yo en Rusia? Precisamente ahora que se empiezan a publicar cada vez más mis caricaturas.
—Déjate de fantasías. Lo de dibujar está bien… Tienes talento, no diré que no, pero hacer caricaturas no deja de ser una diversión. Acéptalo, Clotilde, aquí no nos podemos quedar.
Nos iremos a Rusia y Borís nos ayudará a encontrar trabajo.
—Pero ¿qué vamos a hacer en Rusia? Ni tú ni yo hablamos ruso. Además, yo no pienso marcharme y dejar aquí a mis padres. Y tú tampoco puedes dejar a tu madre. Desde que murió tu padre, depende de ti. Y que sepas que para mí dibujar caricaturas no es una diversión, es… es… Si no lo comprendes es que no sabes nada de mí.
—No te enfades, no quiero quitar valor a lo que haces. En cuanto a mi madre o a tus padres… no les pasará nada, pero a nosotros…
—Que no, Agustín, que no, que yo no me marcho a ninguna parte y mi hijo tampoco.
—¿Tu hijo? Vaya… qué sentido de la propiedad. Ahora resulta que Pablo te pertenece.
—No he dicho eso.
—No discutas, Clotilde. Dentro de una semana Pablo se irá con Borís. Y ahora terminemos de cenar, mañana a las siete tengo que ir a buscar a Borís.
Aquella noche durmieron espalda contra espalda. Tan lejos el uno del otro como si los separara un continente. Cada uno navegando en su propia angustia y recelos.