1984-1985

Tenemos trece años, casi catorce, y estas calles de Sea Cliff nos pertenecen. Por estas calles vamos a la escuela, ubicada sobre el Pacífico, y por estas calles corremos hasta las playas, frías, azotadas por el viento y llenas de pescadores y gente rara. Conocemos estas calles, su pendiente y cómo descienden serpenteando hasta la orilla, y lo sabemos todo de sus casas. Lo sabemos todo de la imponente casa de ladrillo donde vivía el mago Carter el Grande; en su interior había un teatro y la mesa del comedor emergía de una trampilla. Sabemos que Paul Kantner, del grupo Jefferson Starship, vivía o quizás aún viva en la casa con el largo columpio suspendido sobre el océano. Sabemos que el columpio era para China, la hija que tuvo con Grace Slick. China nació el mismo año que nosotras, y cada vez que pasamos por delante de la casa, miramos hacia el columpio por si la vemos. Lo sabemos todo de la impresionante casa color salmón en la que, durante una fiesta, irrumpieron unos ladrones enmascarados; cuando una de las invitadas se negó a desprenderse de su anillo, le cortaron el dedo. Sabemos dónde vive nuestra monitora de tenis de la escuela (la casa azul oscuro estilo Tudor que cada Halloween aparece decorada con telarañas) y dónde vive la decana de admisiones (la blanca con la verja negra), ambas casadas. Sabemos dónde residen los doctores y los abogados, y las familias que llevan generaciones viviendo en San Francisco, gente cuyos apellidos están asociados a mansiones y hoteles en otros barrios de la ciudad. Y lo más importante, porque tenemos trece años y porque nuestra escuela es solo para chicas, sabemos dónde viven los chicos.

Ficha del libro

  • Título: Las mareas nos pertenecen
  • Autora: Vendela Vida
  • Genero: Novela negra
  • Editorial: RBA
  • Páginas: 272

Sabemos dónde vive el chico alto con los pies palmeados. A veces, nos juntamos con él y sus amigos en su casa de Sea View Terrace para ver pelis de Bill Murray, y siempre nos sorprendemos al comprobar que se saben de memoria los diálogos, igual que nosotras nos sabemos cada palabra de Rebeldes. Sabemos dónde vive el chico que me rompe el collar un día de playa; es una cadenita de plata que me ha regalado mi madre y él la estira con fuerza y yo salgo corriendo. Sabemos dónde vive el chico que viene a mi casa el día que me regalan una cama con dosel y, pensando que es una litera, se sube encima y la rompe. Nunca se ha arreglado y desde entonces tiene los cuatro postes inclinados hacia el oeste. Sospechamos que este chico y sus amigos son los que escribieron esa frase en el cemento húmedo delante de la Escuela Femenina Spragg, nuestra escuela. «Las de la Spragg son todas unas creídas», se lee en el cemento. Resulta difícil decir si trazaron las palabras con un palo o con el dedo, pero la verdad es que dejaron una huella profunda. «¡Ja! —nos reímos nosotras—. Ni siquiera saben escribir “creídas”».

Sabemos dónde vive el chico mono con el padre en el Ejército. Acaba de llegar a San Francisco y siempre va vestido con unas camisas de manga corta de cuadros que igual estaban de moda en el pueblo de los Grandes Lagos desde donde se mudó. Sabemos que su padre debe ostentar un cargo importante porque, de lo contrario, ¿no viviría en Presidio, como el resto de la gente del Ejército? Aunque tampoco malgastamos mucho tiempo pensando en jerarquías militares porque sus cortes de pelo son realmente lamentables. Sabemos dónde vive el chico que solo tiene un brazo, aunque no sabemos cómo lo perdió. A menudo juega a tenis en el parque de la Vigesimoquinta avenida o a bádminton en la callejuela que hay detrás de su casa, que es la misma que lleva hasta la mía. Muchos de los edificios de Sea Cliff tienen callejuelas que conducen a los garajes traseros, de este modo, los coches no entorpecen las vistas del océano y del Golden Gate. Todo en Sea Cliff está relacionado con las vistas del puente. Fue uno de los primeros barrios de San Francisco con tendido eléctrico subterráneo porque el aéreo hubiese empeorado las vistas. Todo lo que es feo se esconde.

La portada de 'Las mareas nos pertenecen'. Elkar

Lo sabemos todo del chico que va a bachillerato, mi vecino. Viene de una familia muy conocida durante la Fiebre del Oro (lo leí en un libro de texto de historia de California). En las páginas de sociedad de la Nob Gill Gazette, que llega de forma gratuita cada mes a nuestra puerta, suelen aparecer fotos de sus padres. El chico es rubio, y a menudo se junta con un grupo de amigos del instituto a ver un partido de fútbol americano en su sala de estar. Los observo desde el jardín. En los límites entre nuestra propiedad y su casa hay un hueco de casi un metro; a veces me cuelo por allí, salto por la ventana abierta y aterrizo en el suelo ante ellos. Soy así de atrevida. Soy atrevida y enigmática. Fantaseo con que uno de ellos me invita al baile de fin de curso. Pero, entonces, uno de los chicos me agarra por las trabillas de mis pantalones vaqueros marca Guess. Trato de zafarme y, durante un instante, parezco un dibujo animado, corriendo en el aire sin moverme del sitio. Todos los chicos se ríen; yo estoy enfadada durante días. Sé que su gesto y sus carcajadas significan que me consideran una niñita y no una posible cita para el baile. Después de eso, su ventana está siempre cerrada. Luego están los chicos Prospero, hijos de un médico que vivió en mi casa antes de que la compráramos. Son legendarios. Un cuento con moraleja. Cuando mis padres visitaron la casa, el suelo de lo que iba a convertirse en mi dormitorio estaba lleno de botellas de cerveza y jeringuillas. Las ventanas estaban rotas. Cuando hablo con chicos más mayores y les digo que vivo en la antigua casa de los Prospero, enseguida capto su atención y supongo que me gano un respeto momentáneo. Esos chicos eran unos verdaderos lunáticos. Las madres niegan con la cabeza y dicen que qué triste, esos chicos, con su padre médico y todo eso.

Los chicos Prospero son la razón de que mis padres pudieran permitirse comprar esta casa. Estaba completamente destrozada. Nadie más deseaba imaginarse a sus hijos, ya más crecidos, dando fiestas, usando jeringuillas y grafiteando obscenidades en las paredes de su propia casa. Mi padre siempre ha sido capaz de pasar por alto las vidas dañadas de las que ha sido testigo una casa. Es su poder secreto. Creció en un piso de alquiler en la tercera planta de un edificio en una callejuela del barrio de Misión y, como muchos de sus amigos, a los quince años ya tenía varios trabajos. Era repartidor de periódicos, empleado en un colmado, portero en el Haight Theatre. Rasgaba entradas durante seis noches a la semana y, en su día libre, miraba la película. Cuando iba en bici a la playa con sus amigos del instituto, pasaba por Sea Cliff y, al ver aquellas magníficas casas, les decía: «Un día viviré en este barrio». Y así fue. En cuanto a mi madre, tampoco es que tuviera mucho dinero (creció en una familia numerosa feliz en una granja de la Suecia rural), con lo que juntos forman una pareja ahorradora: nada de salir a cenar, nada de calefacción encendida a menos que tengamos invitados y, a veces, ni siquiera con invitados, solo el fuerte olor a pescado. Mi hermana, Svea, que tiene diez años, es la única de la familia a la que le gusta el pescado, pero, como somos suecos, lo comemos todas las semanas.

El salón de mi casa tiene cinco ventanales que dan al Golden Gate. Cuando hay niebla, el puente, oculto tras una cortina blanca, no se ve. En días así, mi padre solía decirme que unos ladrones lo habían robado. «No te preocupes, Eulabee —me decía—, la policía los cogerá... Llevan tras ellos toda la noche». A media mañana cuando la bruma se levantaba, decía: «¿Ves? ¡Ya los han atrapado! Y ahora están colocando el puente en su sitio». Nunca me cansaba de oír esa historia, que reforzaba dos lecciones clave de mi infancia:

1. El trabajo duro puede con cualquier obstáculo.

2. El bien siempre triunfa sobre el mal (que siempre acecha).

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Por supuesto, hay avisos y alertas, y en Sea Cliff, las encargadas de hacerlo son las sirenas de niebla. Primero una y, después, en la distancia, otra. El profundo mugido de las sirenas conforma la banda sonora de mi infancia. Cuando vamos a las playas, algo que solemos hacer a menudo, las sirenas suenan allí aún más fuerte que en nuestras casas. Marcan el ritmo de nuestras confidencias, de nuestras risas. Reímos mucho.

SOBRE LA AUTORA

Vendela Vida es escritora y editora. Además de Las mareas nos pertenecen —su primer título traducido al español— es autora de Let the Northern Lights Erase Your Name, The Lovers y The Diver’s Clothes Lie Empty. Dos de sus novelas han sido elegidas libros notables del año por The New York Times. Vida vive en el norte de California con su esposo y sus dos hijos, y desde 2002 forma parte de la junta directiva de 826 Valencia, un laboratorio de escritura y tutoría sin fines de lucro para jóvenes.