Lucha por los cuidados paliativos 24 horas: Pablo y Daibel, reflejo de lo que sufren las familias
Las historias de Pablo y Daibel reflejan las cuitas que sufren las familias de todo el Estado en su lucha por una atención plena de los menores en cuidados paliativos, reivindicación espoleada por el caso del pediatra Jesús Sánchez Etxaniz
En el baño de Pablo suena de mañana Bocelli, luego escucha la sintonía de Europa FM y, por la tarde, percibe las imitaciones de Tu cara me suena. Es la estrategia que le sirve para identificar qué parte del día es y que ideó Marta, su madre. Lo cuenta, con amor inabarcable hacia ambos, Andrés, coordinador del Grupo de Apoyo Entre Iguales (GAEI) para familias en atención paliativa, e integrante de la Sociedad española de Cuidados Paliativos Pediátricos (Pedpal). A este colectivo también pertenece Ana, cuyo hijo, Daibel, falleció en 2020 cuando aún no había cumplido los siete años tras sufrir una enfermedad rara. A sendas familias, además de su vicisitud, les conecta desde la lejanía una misma persona, Jesús Sánchez Etxaniz, el pediatra de la unidad de cuidados paliativos del hospital de Cruces que ha propiciado, a raíz de su situación personal, que Osakidetza se haya visto empujada a extender el servicio hasta completar las 24 horas. Le profesan un cariño desbordante. A él, y “a los muchos Jesús que hay por todo el Estado”, prolongando su actividad fuera de su horario laboral para que los menores con estas necesidades, y sus padres, sientan aliento y reciban ayuda. Cada caso es un mundo pero todos comparten el mismo escenario.
Primera parada: Santiago de Compostela. A Pablo, que ya ha cumplido la mayoría de edad, la que refleja su DNI, le atropelló un coche con cinco años y medio de edad, accidente que le dejó en coma vegetativo persistente. “Le implantaron una traquea, una sonda gastro..., y tras dos meses en el hospital volvió a casa con un respirador con aspirador de secreciones. Lo que sabíamos nos lo enseñaron en la UCI”, recuerda Andrés, que pone la voz pero que es también la de su mujer. No había más apoyo. Su hijo permanece desde entonces encamado, más allá de algún paseo en silla las veces que es posible. Tras su reclamación en 2016 a través del Defensor del Pueblo gallego, y demasiadas buenas palabras, se creó una unidad con una enfermera y un médico que atienden de 8.00 a 15.00 horas de lunes a viernes, sin capacidad numérica para desplazarse a los hogares. “Como en el caso de Jesús, si les llamas fuera del horario te atienden y esporádicamente pueden venir”. No hay más recursos. “Aquí, en Galicia, los adultos tienen derecho a hospitalización domiciliaria; los niños, no, algo inexplicable en menores con patologías complejas y cuidados intensos”, explica Andrés, evocando la situación inicial “de pánico” ante lo desconocido y el sentimiento de soledad, además de estresante. “El pediatra y la enfermera -y el avance de tener ahora una psicóloga- son nuestro agarre”, admite.
“A quien yo cuido es a mi hijo pero en la mochila de los profesionales están todos los niños e historias sin buen final”
A esta batalla se le une ahora otra. Pablo ha cumplido 18 años “pero sigue siendo un niño”. Aún le atienden en su unidad pero, en caso de ingresar en la UCI, debería estar en la de adultos, donde hay un horario restrictivo. “Dejaría de estar rodeado de su gente de siempre por un vacío legal, porque los protocolos no están pensados para casos específicos”, señala su padre, también molesto por episodios como que el servicio de dependencia le fuera a valorar por cuarta vez: “¡Para hacer un informe de copia y pega! ¿No tenéis más gente que valorar? Alguna vez podrías venir cuando Pablo necesita atención, les dije”.
Andrés y Marta han aprendido a valorar las pequeñas cosas de la vida. “Yo tengo suerte de disfrutar del tiempo de ir de casa al trabajo y del trabajo a casa”, en Brión, a 15 minutos de Santiago, apunta él. “Solo salimos a comer cuando está en la UCI porque mi mujer -de la que se deshace en elogios- pasa todo el día en casa”, narra. “Es de otra pasta pero a ambos nos espanta el calificativo de supermadre. Somos nosotros con nuestra circunstancia”, precisa Andrés. En este punto reconoce que les recomendaron que sería bueno haber tenido otro hijo. “Sería bueno o malo, pero lo que es seguro es que es imposible”, zanja, ya que no hay tiempo suficiente en el día para desvivirse por Pablo.
Ambos saben cuánto aguantan sus cuerpos, “y el de mi hijo”, y subrayan el valor que éste les insufla en su lucha con otros padres para alcanzar mejoras. Su horizonte médico es incierto. Pablo está sujeto a medicación y a problemas de crecimiento y descalcificación, entre otros. De hecho, “los médicos dicen que con niños así están aprendiendo”. Estabilizado, con pocos ingresos en los últimos años (hace un lustro superó inesperadamente una neumonía), su naturaleza es extraordinaria. “Lo que venga, vendrá. Vivimos en familia lo mejor posible, con mucha música (sonríe). Un momento grato es reunirse cada dos meses para ver a gente como Jesús. O la Escuela de Familias que formaron para, con vídeos, enseñar a otros padres los procedimientos. “Jesús es humanamente estupendo. ¿Acaso no debe ser eso la Sanidad pública? Lleva años peleando y sé que lo ha pasado mal. Mi hijo es mi hijo, pero en la mochila de estos profesionales están todos los niños y, por desgracia, las historias no acaban bien. Es de héroes dedicarse a un ámbito de la medicina tan cruel”, resume Andrés.
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