1- Pesimismo crónico y gobernabilidad frágil: vivimos un tiempo de mudanzas, o de transformaciones, crisis y transiciones simultáneas, interconectadas y globales. Un periodo de la historia que desafía aquellas ideas un tanto ingenuas que relacionaban la globalización y el cambio técnico a futuros democráticos, prósperos, seguros y previsibles.
Hay multitud de señales y tensiones acumuladas que responden a esas corrientes de fondo. Por lo pronto, nos estamos familiarizando con futuros que son percibidos como inciertos, descontrolados e incluso negativos. Dos son los efectos inmediatos, al menos en nuestro entorno más próximo que es Europa. Por una parte, un pesimismo crónico que, sin palo de mesana al que atarse, atiza sentimientos de impotencia, y agoniza, con destellos de retornar a tiempos del pasado evocados.
Por otra parte, unos escenarios de gobernabilidad frágiles, auxiliados en numerosas ocasiones por el populismo extremista, con un continuado descenso de los índices de tolerancia a la alternancia política, y segmentos de la sociedad que circunstancialmente aceptarían sacrificar las libertades y la democracia.
Se trata de una urdimbre social y moral que puede dañar y tensar costuras. Es además propicia a proyectar en el otro el malestar difuso que nos consume e irrita. Bien visto, a los aprietos culturales y económicos sobrellevados se unen las sospechas que incita un futuro irreconocible y la sensación de crisis generalizada ante los nuevos horizontes. Una relación con el tiempo social e histórico que se nos ha alterado en una o dos escasas generaciones. A ello se une un proceso de secularización repentino, confuso y desordenado, con grandes dosis de utilitarismo inmediato, que no hemos querido descifrar pero que parece tener efectos adversos e imprevistos.
2- Tensiones irresueltas y nuevas demandas
Un punto de arranque razonable aunque discutible puede formularse como sigue: las sociedades europeas afrontan tensiones clásicas irresueltas así como nuevas y concurrentes demandas, en un contexto individualizado y descreído, con aquellas instituciones (familia, amistades, trabajo, nación) proveedoras de sentido en acusado declive, marcado por las dislocaciones de la estructura moral y cultural, y con experiencias e identidades subjetivas en pugna e irreconciliables.
Una manera de proceder navega con respuestas precipitadas, apresuradas y fragmentarias, algo despreocupada por aprender y rectificar, y sin propuestas de envergadura real o percibida. Es un efecto inmediato del abandono y desinterés por las experiencias de vida reales y por las grandes y oportunas preguntas.
A esa disposición suele corresponderle una cultura alienada, un sentido muy débil de eficacia política subjetiva, amplios estratos sumidos en el desconcierto y la confusión, unos fuertes grados de inquietud y malestar, y la atomización social, sin estructura moral compartida que la cimiente, si bien con brotes sucesivos de indignación, resentimiento y polarización.
Pero también se puede apostar por orientar y ampliar nuestras disposiciones institucionales y culturales, y de dotarnos de valores, aptitudes y conocimientos para un manejo activo, juicioso y responsable de las nuevas transiciones. Una sociedad con capacidad de hacerse a sí misma que representa adecuadamente el mundo que le rodea y despliega con energía, coraje y gratitud aquellas capacidades técnicas, morales e institucionales favorecedoras de un estar y sentirse bien (juntos).
3- Apertura a los nuevos tiempos
Amplias capas de la sociedad reconocen la entrega por transformar y afianzar Gipuzkoa con apertura a los nuevos tiempos, con vocación y un sentido fuerte de las tareas comunes. Ese reconocimiento a una sociedad activa y abierta al cambio, por su continua adaptación y hacerse cargo de sus retos y dilemas, se detecta en valoraciones positivas a unos altos niveles de bienestar, solidaridad y cohesión social, generadora de oportunidades vitales y profesionales. También se divisa que en esas experiencias hay certezas que pueden orientar y proveer de sentido nuestra acción práctica.
A esa capacidad histórica de hacerse a sí misma se une un sentimiento de pertenencia con un anhelo más o menos claro por una sociedad amistosa y unas relaciones de reciprocidad que con sensatez y cordura se deben atender, entender y cuidar. No obstante, muchos perciben un hiato entre declaraciones de valor y valores vividos. Hay también una divergencia muy reveladora entre mejora de las condiciones de vida y su consideración subjetiva.
Síntomas adicionales son un mayor recelo hacia el prójimo y una mayor prudencia declarada en las relaciones sociales cotidianas. Cabe otorgar verosimilitud a la hipótesis de que las tendencias globales pueden estar abriendo grietas en la escala local y cotidiana, al menos en una parte -amplia pero concentrada- de la sociedad.
Una cuestión no menor es la consolidación de una sociedad más plural y heterogénea en sus costumbres, preferencias, actitudes y valores, en parte atomizada y fragmentada, en parte cooperativa y responsable, con indicios de sospecha y desasosiego, y que está transformando y modelando nuestras formas de valorar, sentir y vivir los asuntos comunes y los sentidos de lo justo y lo bueno. Observamos fuertes similitudes pero también algunos rasgos distintivos respecto a otras sociedades europeas, pero con un sentido y significado renovado de los fines que se buscan, que reabre, una vez más, la cuestión de lo que nos vincula y cohesiona.