“La ama lo tenía súper claro. Al aita le diagnosticaron párkinson con 39 años. Entonces, habían hablado de ello en numerosas ocasiones, tenían hecho el testamento vital hace un montón de años, desde mucho antes de que la eutanasia fuese legal. Lo que pasa es que la ama en ningún momento creo que pensó que podía acabar siendo para ella”, explica Edurne Larraza Mendiluze. Su madre, la altsasuarra Conchi Mendiluze Arregi, era –como la describe su propia hija– “una mujer muy temperamental, tenía muy mala leche y era muy activa. Siempre estaba haciendo cosas, no paraba. Llevaba años diciendo es que estoy muy cansada. Le contestábamos que parase, pero no podía. Todo muy txukun –limpio– y siempre queriendo que la gente viniera a casa a comer o a cenar en el txoko”.

Desde hace unos 15 años se encontraba con molestias, relata Edurne, pero “no terminaban de acertar con el diagnóstico. Empezaron con fibromialgia, luego dijeron que podría ser miastemia. En la pandemia la ama fue muy para abajo y, al final, concluyeron que era algo neurodegenerativo: parálisis supranuclear progresiva”. “Se degeneró muy rápido”, apunta su marido, Kiko Larraza Zelaia, quien compartió con ella seis décadas de vida.

El detonante

El día elegido: su 71º cumpleaños

“Repetía ‘estoy tranquila’ y ‘no os olvidéis de mí”

Un día de febrero del año pasado, en una consulta de Nutrición del Hospital Universitario de Navarra (HUN), “una médico le indicó: tarde o temprano no vas a poder comer por ti misma y habrá que poner una sonda. Ahí fue tajante: no. Después me dijo Edurne, yo no quiero que me ayuden a vivir así. Yo quiero que me ayudéis a morir”. Justo entonces, en ese trayecto de 50 kilómetros que separan Pamplona de Altsasu, esta profesora de Informática fue plenamente consciente de que debía ayudarla, si bien “ahora tenía que hablar con el aita”. Tras preguntarle qué le parecía, Kiko respondió que “este sufrimiento no es bueno para nadie”. Conchi actualizó el testamento vital, dejando constancia de su deseo de optar a la eutanasia –cuya normativa entró en vigor el 25 de junio de 2021–, e inició el procedimiento.

Eligió el 16 de junio de 2022, el día de su 71º cumpleaños, para morir. “Cuando oí la fecha me dejó patas arriba”, reconoce su hija. Tras recibir el informe favorable para ejercer este derecho, se planteó la posibilidad de donar órganos, pero cuando le advirtieron de que se podía retrasar lo tuvo claro: “Si se va a alargar, no”. No obstante, por su carácter altruista, ya había decidido donar su cerebro y antes de fallecer había participado en un proyecto de investigación del Hospital Universitario de Navarra y de la Clínica Universidad de Navarra a petición de su neuróloga.

Con la fecha ya marcada en el calendario, las jornadas previas fueron “muy duras, pero nos dio opción a despedirnos todos –primos, tíos, algunos amigos...– y fue muy bonito. Ella había cogido unos regalos para cada uno de sus nietos. Un día les llamó y les dio lo que había seleccionado para cada uno”. “Ella estaba tranquila, sabía que ya sí se acababa todo y, cuando venía la gente, repetía dos frases: yo estoy tranquila y no os olvidéis de mí”, rememora su hija, que entonces le respondía “ama, cómo nos vamos a olvidar de ti”.

Dos enfermeras

Agradecimiento de la familia

“No es ayudarle a morir, sino ayudarle a dejar de sufrir”

Las dos enfermeras que atendieron la solicitud de ayuda de Conchi fueron Lourdes Alonso de Domingo y Arantza Igoa Erro. Ninguna de las dos la conocía con anterioridad y 481 días después de realizar la prestación regresaron a su domicilio, donde recibieron el sincero abrazo de agradecimiento de su familia.

Lourdes recuerda que “de pie en el pasillo del centro de salud” le plantearon que una persona quería ejercer su derecho a la eutanasia y que, si no quería, se podía hacer objetora de conciencia, pero esta profesional que trabaja en las urgencias rurales no titubeó: “Le contesté que creo en ello y que no me iba a hacer objetora”. “Siempre he dicho que para mí y para los míos lo querría” y, por eso, “desde el primer minuto no tuve ninguna duda”, asegura.

Tampoco las tuvo Arantza, a pesar de que en ese momento otras compañeras se declararon objetoras. Así, esa mañana de junio tres profesionales acudieron a casa de Conchi para ayudarla y acompañarla. “Queríamos estar dos enfermeras por una cuestión de seguridad, de confianza”, explica Lourdes, ya que era una técnica novedosa para ellas.

Una vez que se quedó dormida, “nos pidieron que saliéramos. No olvidaré nunca que salieron de la habitación emocionadas”, manifiesta Edurne, que añade que todo fue muy bien. “Cuando se la llevaron los del tanatorio pasó una tximeleta por aquí –por el jardín de la casa– y dije ahí se va. Ahora, cuando veo mariposas me acuerdo de la ama”, afirma Edurne.