Safia Jan Mohammad llevaba más de dos décadas ejerciendo como jueza de la sección de Violencia de Género en Kabul cuando los talibanes se hicieron con el control de Afganistán en agosto de 2021. Las imágenes de miles de personas agolpadas a las puertas del aeropuerto de la capital del país para huir del régimen talibán que se avecinaba dieron la vuelta al mundo. Cuatro de esas personas eran Safia, su marido y sus dos hijos de 12 y 15 años, que tras la caída de Kabul cogieron lo imprescindible, abandonaron su casa y corrieron al aeropuerto huyendo de una muerte segura: “Si no llego a escapar de Afganistán, estaría muerta, y mi familia también. Mi marido y yo éramos jueces y los talibanes una de las primeras cosas que hicieron fue abrir las prisiones y sacar a todos los presos. A muchos de ellos los habíamos encarcelado nosotros y seguro que se hubiesen vengado”.

Al poco de que la familia llegase al aeropuerto, controlado por fuerzas de EEUU y la OTAN, se produjo el atentado yihadista que dejó decenas de muertos, “fue un horror”, recuerda Safia, que relata que ella y sus dos hijos consiguieron subirse a un avión rumbo a Turquía, pero su marido no. “Él tuvo que quedarse aunque consiguió salir 6 meses después y gracias a la ayuda de la Asociación de Juezas de Turquía y la de España conseguimos venir a España”, indica.

Llegaron a Guadalajara en febrero de 2022, tras medio año de odisea huyendo del horror, y permanecieron en acogida unos meses hasta que en verano se trasladaron a Pamplona, donde viven actualmente. “Ahora estamos a salvo en Pamplona, y muy contentos, pero la migración forzosa es algo muy doloroso, algo que no olvidaré nunca”, sostiene Safia.

Las dificultades de la acogida

Esta jueza de 48 años denuncia que al drama migratorio se suma una retahíla de dificultades y obstáculos a los que los refugiados tienen que hacer frente: “Primero hay que tener en cuenta que muchos no llegan, que se quedan por el camino, y que otros acaban secuestrados por mafias de tráfico de personas. Pero los que llegamos nos enfrentamos a muchos problemas. En mi caso, por ejemplo, no tengo una homologación para ejercer como jueza y tampoco encuentro trabajo de otra cosa. La ayuda que nos dan para comer es de 290 euros al mes, es decir, 2,4 euros por persona al día, ¿qué comemos con ese dinero?”.

En ese sentido, Safia agradece a CEAR y al resto de asociaciones “toda la ayuda que nos han brindado” y reclama al Gobierno de España “que cambie sus políticas y que, por favor, haga los cambios necesarios para que se respeten los derechos humanos de las personas refugiadas”.

En Mali, que un niño se sienta niña es una aberración

Abdulaye Abda Sangare tuvo que huir de su hogar en Malí por un conflicto sin armas de fuego y empujado por unos agresores que lejos de pertenecer a grupos armados o terroristas estaban dentro de su familia y grupo de amigos. Abda cometió “el pecado” de ser un niño que se sentía una niña, algo que en su país natal es visto como “una aberración”. “Mis amigos tenían un comportamiento denigrante hacia mí y mi hermano me dijo que era una vergüenza para la familia y que tenía que irme, así que me vi en la obligación de abandonar Malí con 21 años”, relata ahora que tiene 33 años y vive en Pamplona desde el verano pasado bajo el estatuto de protección con la ayuda de CEAR.

Abda recuerda que no tuvo una infancia fácil: perdió a sus padres muy temprano y se crio con su tía. “Yo era quien trabajaba y quien llevaba dinero a casa”, expone, aunque ello no le impidió sacarse el Bachiller. Vivía en Bamako, la capital de Malí, y ya por entonces se distinguía por ser una persona “sensible y tímida” y aunque jugaba y hacía vida con el resto de niños, “yo por dentro me sentía una chica”.

“Mi madre era la única que me defendía y cuando murió asumí que tenía que luchar para ser la persona que soy”, rememora Adba, que asegura que no lo tuvo fácil: “Mis hermanos tenían palabras denigrantes hacia mí. También en la escuela lo pasaba mal porque mis amigos me decían cosas muy fuertes. En 2011, cuando estaba acabando el Bachiller, mi hermano mayor me dijo que era una vergüenza para la familia y que no me podía quedar, que tenía que irme”, relata con amargura.

Así que cogió sus cosas y salió de Bamako en busca de un lugar en el que respetasen su identidad. Primero a Costa de Marfil y después a Marruecos hasta en 2021 poner rumbo final a Europa.