Prejuicios. Hay personajes que pasaron su vida dictando sabias sentencias, a tenor de las que se les atribuyen. Me refiero, por citar a alguno, a Albert Einstein. Al físico alemán se le atribuye esa de que “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. De átomos sabía bastante e intuyo que, de prejuicios, por su naturaleza judía, mucho más.

GREENWASHING

Si antes se creó una atmósfera contraria a todo lo que fueran polímeros –plásticos–, ahora el colectivo de los profetas de las calamidades medioambientales con tendencia a tergiversar la realidad y asustar –concienciar– a la población nos enseña un nuevo palabro: el greenwashing (lavado de cara verde), en referencia a esas prácticas que llevan a cabo algunas empresas, de los más variados sectores (energético, alimentario, turístico) con el objetivo de aumentar sus beneficios y ventas.

Enarbolan la bandera de la sostenibilidad, “consustancial a su ADN”, dicen. Afirman sin rubor que “la descarbonización es una de las claves de su negocio”, pero en realidad siguen siendo tan contaminantes como antes de impulsar su cacareado compromiso ambiental. Si acaso, incluyendo el verde en su identidad corporativa, y un equipo de profesionales del marketing comunicativo que diseña unos anuncios televisivos en los que se ven grandes bosques, mares en calma y guapas modelos sonrientes practicando deporte en plena naturaleza, respirando aire puro, sin sudar, con una voz que nos lo describe sosegadamente y un fondo de arroyo cristalino. Todo camelo.

Y no me olvido de los políticos que, en un improvisado atril, como los vendedores ambulantes, “secretario, mira a ver si viene el guardia”, leen mal, sólo para el corte televisivo, cualquier perogrullada con envoltorio medioambiental. El que a los 40 años de abandono va a solucionar el desastre de Doñana o construir pisos a tutiplén, la que pretende vender el Reale Arena (Anoeta, para entendernos), la que hará una terminal de cruceros en el Zadorra o el de los aerogeneradores sí, pero lejos de mi pueblo, ahora que se ha acabado el discurso de la incineradora, sus dioxinas y furanos. Nos siguen tomando por tontitos. Tendrán sus razones. Ya sólo faltan tres semanas de escuchar gansadas.

Artesanal versus industrial

En el sector alimentario perduran numerosos prejuicios ancestrales, a pesar de los avances científicos alcanzados. Miedos irracionales a la química, enriquecidos ahora con las nuevas doctrinas que propalan, bajo los auspicios de las potentes multinacionales alimentarias, naturalmente todas alineadas con la taxonomía verde, tope greenwashing, esa pléyade de chicas monas con proyección mediática, desparpajo y ausencia de conocimientos, que calan entre el pijerío urbanita y los gestores de los comedores escolares, en su negación de cuanto supongan alimentos de origen animal.

Consecuencia de mis años en tareas de inspección sanitaria por cocinas y obradores diversos, tengo cierta prevención hacia todo lo que se hace llamar artesanal. Por lo general, en las industrias, desde hace unos cuantos años, se sigue una estricta política de control de puntos críticos que ofrecen garantía sanitaria al consumidor, aunque todos sepamos que la seguridad total no existe y que, de vez en cuando, salte alguna incidencia, casi siempre relacionada con la falta de higiene del personal. Por ejemplo, la famosa cadena madrileña de las tortillas de patatas. Al final, resultó que algún empleado guarrete era portador de salmonella. No entro a valorar si era fijo o precario, ni si había lavabo con jabón, toallas desechables, papel en el retrete y, especialmente, si los usaba.

Sin embargo, las nuevas doctrinas en boga y la publicidad se empeñan en destacar que todo lo artesanal es mucho más saludable que lo industrial, bien sea un embutido, que de cerdo sólo tiene la mano de obra o un queso elaborado con las zarpas sucias del pastor, que ha filtrado la leche recién ordeñada con las ortigas crecidas junto a la chabola, que reciben su primera meada matutina. Ecológico y natural.

Es una picardía frecuente, especialmente en los mercadillos semanales o en los que se organizan con motivo de fiestas patronales, quitar las etiquetas obligatorias, donde figuran todas las referencias del producto, para darle la apariencia de estar elaborado por un pastor, chacinero o pastelero artesanos. En una ocasión, un queso industrial desprovisto de etiquetas ganó un concurso de quesos artesanales. Cuando se le llama la atención al vendedor, argumenta que de esta forma venden muchos más y a precio más elevado e incluso muestran las etiquetas de quesos, bizcochos, choricillos o pancetas adobadas, que guardan bajo el mostrador por si aparece el inspector de improviso y al “secretario” no le da tiempo a advertir con la señal prevista para estos casos. “¿Quién ha llamado al linternero?”, era la contraseña en el desaparecido mercado donostiarra de Gros.

Sin conservantes

Obviamente, cualquier alimento saludable que se precie debe dejar muy claro en su envase que carece de aditivos y conservantes. Nada de química, por favor. Aunque luego contengan sal que, como sabemos lo que es, no nos asusta, aunque debiera. Ácido ascórbico, (E-300) que es la vitamina C, de alta capacidad antioxidante, que, por cierto, no previene los catarros ni la gripe, obtenida de forma natural o por síntesis, más barata. La duda surge cuando figuran otros aditivos, inocuos en las proporciones que se utilizan, pero que atemorizan a determinados consumidores defensores de lo natural, que no terminan de admitir que, todos los alimentos, incluso la más inocente lechuga o el plátano de Canarias, son química.

Hoy domingo

No cocino. Comeremos el menú clásico que nos preparará el joven chef Aitor Santamaría en su restaurante Sukaldean en el antiguo convento donostiarra de las Siervas de María, con un servicio profesional bajo la dirección atenta de Patricia. ¡Aleluya! l