Caminaba cargando al hombro lo que parecía un saco para el reparto de barras de pan. El primer encuentro tuvo lugar de un modo casual hace más de tres meses, en la calle Miramar de Donostia. El paso de Koldo Arin, tan firme como corto, su estatura, sus extremidades y esa cabeza ligeramente más grande de lo habitual despiertan una curiosidad inevitable que conduce a un primer intercambio de palabras. Lo más probable es que este donostiarra de 50 años haga oídos sordos y siga su camino sorprendido por la intromisión. Pero no. Se para en medio de la acera, explica que acaba de salir del trabajo y, atentamente, escucha lo que de él se espera. Y a partir de ahí, un primer interrogante. ¿Por qué iba a ser el protagonista de un reportaje? Al fin y al cabo responde que su vida es de lo más normal, que, eso sí, le encanta escuchar la radio y que conoce a mucha gente en la Parte Vieja? A partir de ahí... “¿qué quieres que te cuente?”. Y no hubo más por aquel entonces: un intercambio de teléfonos y una despedida cordial.
Koldo, hombre educado y de palabra, declina la invitación y continúa su camino. Entiende que aparecer en las páginas del periódico no aportaría nada, y se despide agradeciendo lo mucho que el locutor de radio Iñaki de Mujika, del que ha sido un fiel seguidor durante décadas, le ha acompañado “en horas de soledad”.
Y tras el encuentro asaltan las dudas sobre la idoneidad o la pertinencia de escribir sobre la vida de un hombre que, simplemente, es más bajo de lo normal. ¿Acaso no hay otros altos, gordos, flacos o calvos? Sin una respuesta clara discurre el tiempo, hasta que semanas después llega un saludo a través de WhatsApp. Es Koldo de nuevo, que se presta a la entrevista.
Ha tenido ocasión de hablar con sus hermanos y amigos y, aunque él es feliz con su vida, decide prestar su testimonio animado por la posibilidad de ayudar a alguien que, por el motivo que sea, pueda llegar a sufrir por sentirse diferente. “¿Al fin y al cabo quién no lo es? Todos llegamos a este mundo con un folio en blanco. Nadie sabe qué te va a deparar la vida. Yo tampoco lo sabía, y qué duda cabe que con el tiempo me he ido curtiendo”. El encuentro cara a cara, mientras apura una caña en un conocido bar donostiarra, tiene lugar a mediodía en ese “hábitat natural” que es para él la Parte Vieja donostiarra.
Hace suyas las palabras de su admirado Iñaki de Mujika cuando dice eso de que en el deporte, y por extensión en la vida, lo primero son las personas. “El respeto, la formación y la educación son básicas. Ahora mismo tengo unas ganas locas de seguir aprendiendo. Desde luego, si volviera a nacer me gustaría tener la misma vida”, confiesa el donostiarra.
Y a partir de ahí, sentado a la mesa de la terraza de un establecimiento hostelero junto a la calle Mayor, donde se deja retratar, comienza a hablar de aquel bebé que vino al mundo en abril del 68 con acondroplasia. Todo es azar en la vida. Este trastorno en el crecimiento óseo de los cartílagos, que provoca enanismo, es una mutación espontánea que ocurre en uno de cada 20.000 nacimientos. “También nací con hidrocefalia”, lo que provocó su desmesurado crecimiento de cabeza en sus primeros compases de vida. Conforme crecía, él lloraba y no comprendía. “Me operó Mariano Arrazola, el mejor de la época, al que tan agradecido estoy”, dice en alusión al eminente neurocirujano que, junto a los doctores Carlos Elósegui, Manuel Cárdenas y Julio Albea, fundó en Donostia en 1975 Policlínica Gipuzkoa, el primer centro sanitario privado del territorio. El mismo doctor que, tras una visita a Londres, adquirió en 1977 el primer escáner del Estado.
Arrazola le ayudó en todo lo que pudo, pero los problemas habían comenzado mucho antes. “El peso de mi cabeza no me permitió dar mis primeros pasos hasta los dos años y medio”. Y entre operaciones, válvulas y catéteres con los que evacuar el líquido cefalorraquídeo que podía comprometer órganos vitales se perdió prácticamente toda la etapa preescolar.
Fue su aitona José Tomás Orbegozo quien le enseñó a escribir, mientras sus padres atendían la carnicería de la calle Isabel II en el barrio donostiarra de Amara. “Mi aitona fue una pieza fundamental en mi infancia ya que no empecé en la escuela hasta los ocho años. Una vez que conté con el visto bueno de los médicos, mi madre, María Josefa Orbegozo, tuvo que patear mucho para encontrar un centro escolar”, rememora sentado a la terraza el niño que fue, mientras saluda a uno de tantos conocidos.
Conserva pese a todo un recuerdo “feliz” de su paso por el colegio de Morlans, donde cursó estudios durante dos años para matricularse después en la ikastola Amara Berri, que fue inaugurada entonces. Koldo era diferente al resto, pero a ver quien no lo es, y desde luego que no tuvo ningún problema con niños que priorizaban el juego. “Recordar es volver a vivir, y mi pasó por allí fue muy feliz. Les quería y ellos me querían. Tanto, que conservo amigos de EGB de entonces con los que suelo quedar”.
El respeto de la sociedad
Jugaba tanto, que en una de tantas correrías tuvo una caída y acabó saltando por los aires aquella válvula que la colocó el neurocirujano Arrazola. Fue algo accidental pero, de alguna manera, su cuerpo se desprendía así de parte de su pasado para mirar al futuro en el que, de entrada, tuvo que bregar con un retraso escolar considerable. Se descolgó de muchas asignaturas. A los 16 años no consiguió el Graduado Escolar pero, lejos de amilanarse, cursó cinco años de FP para sacarse el título de Técnico especialista en la rama de Electricidad.
Koldo habla de todo ello mientras una vecina de la Parte Vieja interrumpe su relato y le pregunta por su perro Lagun. Es evidente que tiene don de gentes. “Quizá hace 30 años, durante mi juventud, podía haber más desconocimiento y la gente me miraba más, pero hoy es el día en que ni me acuerdo de mis 128 centímetros de estatura. La sociedad ha ido cambiando, y durante los últimos ha habido una gran evolución en el respecto hacia este tipo de trastornos. Gracias al trabajo y esfuerzo de tantas organizaciones, percibo que hay mucha más educación y respeto”.
La acondroplasia que afectó a su crecimiento es la forma más frecuente de enanismo. Se trata de una alteración ósea de origen cromosómico, caracterizada porque todos los huesos largos están acortados simétricamente, siendo normal la longitud de la columna vertebral, lo que produce una malformación en el desarrollo de los cartílagos. “De niño no eres consciente de todo ello, pero a partir de los 14 o 15 años me empecé a dar cuenta del rasgo del enanismo, de cómo se fijaban otros chavales, y algunos, desde su inocencia, hacían comentarios que podían dolerme”, admite.
Era entonces cuando su madre le decía que a las personas no se les mide por su altura sino por su inteligencia. Aquellas frases de ánimo le daban un chute de energía durante el día que menguaba conforme caía la noche, en la soledad de su habitación. “Me quedaba dándole vueltas a la cabeza, diciendo que sí pero no...”. Hasta que se dormía. En aquel contexto, quizá por el deseo de encajar con el resto, llegó a odiar cuentos como el de Blancanieves y los siete enanitos, aunque todo se fue normalizando con el tiempo.
Insiste en que la sociedad ha cambiado, que hay un mayor respeto, y que si aporta su testimonio a requerimiento de este periódico es para contribuir a la normalización de la diversidad. “Con 18 años, alguno que otro en el barrio me decía que me había visto en la plaza de toros de Azpeitia de bombero torero. Me lo decían vecinos de cierta edad, probablemente confundidos. No creo que lo hicieran con mala fe, pero esos comentarios me acababan minando. De cualquier modo, si tuviera ocasión de volver atrás, repetiría la misma vida. Cuando sales del colegio, de la zona de confort y te tienes que enfrentar a la vida, de alguna manera, hace frío ahí fuera, pero aprendes de todo ello y te curtes”.
El apoyo de su familia ha sido fundamental. Le vino de perlas que su familia tuviera un caserío en Antzuola, la localidad natal de su padre, Jose Arin. “Respirar en el campo y estar en contacto con la naturaleza me ayudó mucho. He conocido los dos mundos, el urbanita y el de caserío, y gracias a todo ello me he fortalecido”.
Tras acabar sus estudios, y después de un incierto compás de espera en el que Koldo no sabía el rumbo que tomaría su vida laboral, su primo Mikel Galparsoro le ofreció la oportunidad de trabajar en la oficina de la conocida panadería de la Parte Vieja. Y ahí lo hace desde hace dos décadas, motivo por el cual conoce a tanta gente. “Te dan la oportunidad, pero tú luego tienes que demostrar tu valía”.
Y no tiene más que palabras de cariño para su entorno más cercano: sus tíos Luis Galparsoro y Matilde Orbegozo, que siempre contaron con él para llevarle de vacaciones junto a sus primos, Mikel, Eric y Nerea. Descubrió con ellos la importancia de abrirse al mundo y nutrirse de otras referencias culturales, como las que encontró en Tailandia, la península de Yucatán, la República dominicana, la antigua Yugoslavia o Italia. “Siempre se aprende. Cada palabra suma. No soy adalid de nada ni nadie, simplemente una persona con ganas de aprender que seguirá formándose el resto de su vida”. Y lo hace mientras cuida de su madre, que tanto se desvivió por él cuando era chaval y toca ahora corresponderle. Tampoco se olvida de su tía Matilde. “Soy una persona normal, ni más ni menos que nadie. Si con mi testimonio puedo ayudar a alguien, bienvenido sea”, se despide Koldo dirección a la oficina, con su paso corto pero firme, como sus convicciones sobre la vida.