donostia - Su entrega a la profesión y a los pacientes le hizo recibir el pasado 20 de enero la Medalla al mérito ciudadano de Donostia. A sus 85 años -nació el 15 de febrero de 1932-, y pese a que hace diez sufrió un infarto, sigue en activo y no descuida un ápice sus responsabilidades. Habla con modestia pese a ser un doctor enormemente respetado. En esta entrevista repasa sus inicios tratando a personas con discapacidad profunda en una época en la que, en lugar de ayudarlas, prácticamente se las ocultaba. Unas condiciones que han mejorado radicalmente gracias a gente como el doctor Zubillaga.

En su discurso, el día que recibió la Medalla de la ciudad, habló de la regla de los tres nuncas.

-Es de Winston Churchill. Él estaría acostumbrado a premios y homenajes. Dijo que para los premios, homenajes y medallas hay que seguir la regla de los tres nuncas. Nunca pedirlos, nunca rechazarlos y nunca hacer alarde de ellos.

Se le vio emocionado.

-Cómo no voy a estarlo. Emocionado, inquieto, asustado. Cuándo me he visto yo en una de esas.

Comentó que solo hace su trabajo, pero la Medalla se otorga a “aquellas personas que han prestado o prestan servicios de carácter extraordinario a la ciudad”. Algún mérito tendrá...

-A lo largo de mi vida, como la de cualquier otro profesional, hay cosas que te han salido muy bien y estás muy contento y orgulloso; otras cosas que te han salido mal y te duelen y te acuerdas de ellas; y otras que ni fu ni fa. Todo es mío. Hurgar en lo que te salió mal no tiene mucho sentido, pero hacer alarde de lo que te ha salido bien, tampoco. Hay que guardar un término medio, nada más.

Estudió Pediatría.

-Hice la carrera de Medicina en Zaragoza. En aquella época no había especialidades, las titulaciones oficiales empezaron más tarde, pero teníamos el curso de puericultura. Entonces había muchos nacimientos pero también muchas enfermedades infantiles como sarampión, tosferina, varicela, hepatitis, tuberculosis... que provocaban una mortalidad muy respetable. Se trataba de mejorar aquella situación y había ese curso. Por cada cuatro médicos de familia había que nombrar un médico para los niños de siete años para abajo. Salieron esas plazas y pedí San Sebastián. Me preguntaron dónde iba a poner la consulta, porque no había ambulatorios, y dije que no tenía. Entonces me llamó un médico amigo de Bergara y me dijo que en el hospital había consultas, así que fui allí. Eso fue hace 59 años. Lo pasé muy bien, aunque trabajando como loco.

Estuvo formándose también en el extranjero.

-Me dieron la beca Alexander von Humboldt, de la que estoy muy orgulloso porque era muy codiciada. Íbamos dos en toda España. Estuve once meses en Alemania. Después hice ese curso de puericultura y saqué otra beca para ir a Bruselas, el año de la inauguración del Atomium (1958), y es allí donde me enteré que habían salido esas plazas. Me vine y empecé a trabajar en Bergara.

¿Cómo entró en contacto con el mundo de la discapacidad?

-Fue en Bergara, el año 1967 o así. Entonces comenzó el movimiento a favor de las personas con discapacidad, entonces se llamaban subnormales. Era una palabra aceptada y que sustituía a otras más ofensivas. En aquella época la asociación guipuzcoana pro subnormales consiguió el apoyo de la Caja de Ahorros Municipal, y esa unión se llamaba Patronato San Miguel. Abrió lo que llamaban escuelas, donde estaban los niños con discapacidad intelectual, y una de las primeras fue la de Careaga, en Donostia. Abrieron otra en Bergara, donde el único pediatra era yo, así que me dijeron si me podía hacer cargo de los niños. Les dije que encantado. Pero hace 50 años había niños a los que no les permitían entrar en los centros porque eran discapacitados profundos y su nivel era muy bajo. Los padres empezaron a hacer una lista de las personas que eran rechazadas, dónde estaban y en qué condiciones. Algunos estaban en el manicomio y pensaron que había que hacer algo.

Entonces es cuando hablan con usted.

-Sí. Primero miramos cuántos eran. Elaboramos la lista de los rechazados y fuimos hablando con las familias. Y mientras tanto la asociación de padres empezó a buscar recursos, y una de las primeras cosas necesarias era dónde colocarlos. El primer intento fue en Zorroaga, pero era un pabellón en muy mal estado. A los pocos días una señora de la junta me llamó y me dijo: “Vamos a ver una villa”. Me trajo a Uliazpi, estaba hecha en el jardín de Careaga. Era un sitio fantástico, así que vinimos aquí. Se hizo una obra para acondicionar la villa y poner un ascensor. Y aquella gente hizo una selección que no es fácil de entender, pero que era la que tenían que hacer. Seleccionaron a los que tenían los problemas más graves y los que estaban en una situación peor, entre ellos los que estaban en el psiquiátrico. Empezamos con 15-18 niños.

Tienen que empezar de cero. ¿Se hace cargo usted de ponerlo en marcha?

-Sí, pero solo del tema médico. Del económico y administrativo no. Conseguimos la colaboración de gente voluntaria que completaba aquello. Había tres tipos de niños, porque entonces eran todo niños, ahora no. Un grupo eran los que tenían una parálisis, que estaban en cama o silla de ruedas, en todos los sentidos era una parálisis cerebral con nivel intelectual muy bajo. El otro grupo eran niños con comportamiento tan extravagante y extraño que te llamaba la atención. Y encajaba con lo que se había denominado trastorno autista de la infancia. Y había otro grupo de niños con un retraso evidente, pero con dificultades menores para andar o moverse.

¿Cuáles son los primeros pasos?

-Empezamos a estudiarlos y ver qué necesidades tenían, ponerlo todo en marcha y ordenar. Por un lado, catalogarlos, ver qué cosas podían hacer desde el punto de vista práctico. Hicimos una ficha de valoración de progresos, en la que apuntábamos cómo comían, se vestían... e íbamos subiendo la dificultad. Por otro lado, intentar catalogar su comportamiento. Y así empezamos, aprendiendo todos. En aquella época, mientras estudiábamos, las discapacidades intelectuales ocupaban una parte muy pequeña en los libros. Fueron los movimientos familiares los que menearon el asunto. Había un esquema que era: el subnormal ligero es educable; el medio, es decir, el típico síndrome de Down, era entrenable; y el profundo es custodiable, es decir, solo se le podía tener. Este esquema tan triste y tan irreal vimos que no tenía ningún sentido. Solo custodiar no era nada. Pensamos que teníamos que hacer algo por ellos, no solo estar mirándolos. Y así es como empezamos.

¿Socialmente cómo estaban vistos estos niños con discapacidad?

-No había nada para ellos. Empezamos poco a poco y en este progreso hubo gente con visión. Un médico danés (Bank-Mikkelsen) habló de la normalización, de las personas que tenían un nivel intelectual más bajo y con dificultades para desarrollar su vida social. Este señor dijo que aparte de explicar sus discapacidades, había que darles los apoyos para salir de su situación. Esa es la normalización. Basta ya de decir las cosas que no pueden hacer, fíjese en las que sí pueden hacer y empiece a pensar en qué puede hacer usted por ellos. Ese es el vuelco.

Viajó a ver otros centros.

-Fuimos a Barcelona y a Francia. Tampoco había muchos centros que ver. En Francia el movimiento este a favor de los profundos empezó a la vez que el nuestro. Tenía contacto con médicos europeos a través de las revistas, aunque menos de los que me hubiera gustado tener. Me limitó el no tener un buen dominio del inglés. No tengo dificultades para leer, pero me costaba más hablar. Hicimos lo que pudimos.

Se puede decir que ha sido pionero en la materia.

-Bueno, no lo sé. Cuando quisimos visitar sitios de los que aprender, la verdad es que no los encontrábamos. En Francia había algún centro para discapacitados intelectuales graves, por ejemplo Nyon, donde estuve con una beca. Pero no era lo que buscábamos, algo centrado exclusivamente en las personas más rechazadas, con los casos más graves. No era fácil, porque no era un grupo homogéneo.

¿Qué dificultades encuentra en esos primeros pasos?

-No tuve muchas dificultades para organizar y para saber lo que queríamos hacer. Las dificultades venían por otro lado, por los aspectos administrativos de los que yo estaba al margen. De hecho la asociación creció hasta el extremo de que, a pesar de todo el trabajo y de todas las ayudas, no daba para cubrir los gastos. Es cuando las Juntas Generales deciden que es un problema de todos y deciden encargarse de ello. Fue un punto de inflexión que aseguró la permanencia y el progreso de Uliazpi. Algo de este volumen y de estas características no puede estar en manos de una fundación privada, que arrancó el proyecto y lo aguantó los primeros 22 años, que ya está bien. Y la segunda parte de la Fundación Uliazpi llega con ese apoyo de la Diputación.

La mejoría en las condiciones de las personas con discapacidad ha sido notable.

-Sin ninguna duda. Ha habido un apoyo cada vez mayor en todos los sentidos, aquí y en la calle. Los recursos que tenemos los médicos ahora no se pueden comparar con los que teníamos hace 50 años. Tenemos una estructura sanitaria de una gran altura. Todo eso ha sido un cambio radical. Los internos hacen cosas que de ninguna forma pensábamos que podían hacer. Antes salían a pasear por el jardín. Ahora hacen muchas cosas, van a una casa rural, se hacen excursiones, actividades...

Empezaron con niños, ahora no todos lo son.

-Seguimos teniendo niños. Pero con los que yo empecé entonces, ahora tienen 60 años. A algunos llevo tratándolos toda su vida. Son más que pacientes, se han hecho mayores y yo también. Les tienes un aprecio especial. Son los tuyos, nada más.

Han recurrido a usted médicos de otros lugares.

-Al principio recibíamos muchas visitas, venían a ver qué estábamos haciendo, igual que nosotros hicimos en su momento. Ahora las consultas son más por Internet. Hay un intercambio importante de información.

¿Diría que la visión de la sociedad hacia las personas con discapacidad se ha normalizado?

-Sin ninguna duda. Cuando yo era chaval, en Hernani un joven que bien podría ser como los que tenemos nosotros aquí tenía ataques epilépticos y de vez en cuando le daba por gritar y armar follón. Y el recurso era meterlo en la cárcel, debajo del Ayuntamiento. Solíamos estar mirándole ahí. Se le pasaba el arrebato y salía a la calle otra vez. Así de sencillo. Imagínate lo que ha cambiado. La palabra que yo oí por primera vez para designarlos se la oí a mi madre. Decía: “Hori da inoxentea”. Me parecía una palabra no bonita, pero sí acertada.

¿Qué es lo más importante para tratar a un niño con discapacidad?

-Nada, tratarlo como a un niño cualquiera. Es un niño. Solo que un niño que tiene una serie de problemas. Depende de la enfermedad de base, puede tener unas características especiales, pero en general las enfermedades que tiene son las que puede sufrir cualquier hijo de vecino. Puede tener episodios de crisis, pero son niños con las enfermedades de cualquiera.