donostia- Está cumpliendo con emoción la travesía de este año que la llevará a los 100 el próximo martes 2 de junio. ¡Un siglo de vida! Vida intensa, siempre comprometida con lo que le ha tocado hacer, gozar y padecer. Culta y polifacética, se mantiene lúcida. Con su gran firmeza, la sonrisa perenne, la inteligencia despierta y su elegancia intacta. Se confiesa progresista, de izquierdas, asidua lectora de NOTICIAS DE GIPUZKOA. Había hecho ella misma unas pastas para obsequiarme. Se ríe muy a gusto. Al final de esta entrevista en su casa, se acercó al piano y me obsequió como despedida con una sonata de Beethoven. Increíble. Envidiable.

¿Qué considera lo más bonito de su vida?

-Todo. Recuerdo más los momentos felices que los tristes y me siento especialmente privilegiada por estos últimos años de buena salud y buen ánimo. A los 88 años nadé por última vez hasta el gabarrón en Ondarreta, a donde he solido ir a bañarme todos los veranos. A los 93 di la última vuelta al Paseo Nuevo andando. A los 98 acudí por última vez a pie a los conciertos del Kursaal. Este último año hemos ido en coche. No fallo nunca a ninguna actividad a la que me haya comprometido con alguien o conmigo misma.

He leído dos de los libros que tradujo del francés a partir de los 95 años.

-Sí. Mi hija mayor, que vive en Aix-en-Provence, al sur de Francia, me regaló un libro escrito por Olivier Legendre acerca de las memorias de cierto cardenal. Me interesó y pregunté en mi librería habitual si existía alguna traducción al castellano para regalársela a una amiga. Me dijeron que no y decidí traducirlo yo misma. Me gustó mucho el capítulo final y por él empecé. Lo traduje capítulo a capítulo, yendo desde atrás hacia adelante, a mano, en un cuaderno de gran formato. Luego traduje también un segundo libro del mismo autor sobre el mismo tema. Y también el tercero, donde Olivier Legendre escribió acerca del cáncer que le sobrevino. No he sabido más de él, aunque sigo a la espera de que publique algo sobre el Papa Francisco.

Le cunde mucho la jornada. Se le ve a diario haciendo la compra mañanera con su carrito, sin ayuda de nadie.

- O sea, ¿que no parezco una anciana? Así lo he querido hacer. Y aunque mi hija vive conmigo, también soy yo la que guiso. Nunca he olvidado el consejo que escuché a un médico del centro gerontológico Matia, en una conferencia de las que organiza Eragin y a las que acudo habitualmente. Explicó que para mantenerse en forma a medida que se cumplen años hay que atender a tres factores: cuidar la salud, que es lo más importante; tener actividad, es decir, no dejar de hacer todo lo que se puede hacer, sin abusar, descansando; relacionarse con los demás. Sigo esos consejos y me va muy bien. Comprendo que soy una privilegiada. Es tal vez por herencia (mi madre murió a los 104 y mi padre a los 85). Nunca pasé un sarampión ni la gripe ni ninguna otra enfermedad infantil. Tampoco en la juventud ni después.

Saltemos a los datos familiares

-Nací en Tolosa. Mi padre era abogado y republicano. Fuimos cuatro hermanos. Los dos chicos sabían desde niños lo que querían ser: el mayor, marino, y el menor, abogado. Leíamos mucho y creo que de ahí surgieron estas vocaciones que con el tiempo se cumplieron. A mis 21 años experimentamos los primeros sinsabores de la guerra de 1936. No me canso de repetir que todos los demás debemos la vida a mi hermano mayor, Juan Antonio, que estudiaba en la Escuela Naval de San Fernando, y al estallar la guerra se encontraba de vacaciones en casa. Cuando las fuerzas del alzamiento franquista se aproximaban a Berastegi, donde Juan Antonio hacía sus primeras armas, corrió a dar la alarma a casa: “Aita, coge a la familia y márchate de aquí”. “Si me dejaran hablar un par de horas? duda el padre. “No te van a dejar ni dos minutos”. Con los enseres de cinco personas en una sola maleta, escapamos en un taxi conocido a Bilbao, y ese fue el comienzo de nuestro periplo de exiliados. Estoy convencida de que si llegan a dar con mi padre en Tolosa, lo hubieran fusilado. La segunda etapa de nuestra huida comenzó el 24 de septiembre, víspera del primer bombardeo de Bilbao. Gracias otra vez a mi hermano Juan Antonio, embarcamos en Bermeo en un destructor francés y nos llevaron a San Juan de Luz. No puedo callar la actitud ejemplar de mi hermano en ese momento. Viendo que se quedaba en tierra, el encargado del barco le preguntó por qué lo hacía. La respuesta fue: “Yo soy fiel a la República. Lo juré. Ni quiero, ni puedo, ni debo irme”.

Continúa el exilio.

-Pasamos tres años en San Juan de Luz, como Dios nos dio a entender. Al estallar la Segunda Guerra Mundial en 1939, Francia estaba en peligro, de modo que volvimos a Tolosa pero a mi padre no le dejaron vivir allí, por lo que él y yo nos quedamos provisionalmente en Donostia, en casa de unos amigos. La provisionalidad se alargó durante muchos meses. Pero la cosa no acabó ahí. Durante la Segunda Guerra Mundial, mi hermano Juan Antonio, que se había enrolado en la Marina francesa, fue detenido y conducido al campo de concentración de Gurs, pero pudo escaparse y llegó a San Juan de Luz en un camión lleno de judíos que también huían de las tropas alemanas. Luego pasó a Tolosa hasta que el día de Inocentes se lo llevaron al campo de Miranda y luego al Miguel de Unamuno de Madrid.

Entre el amor y la guerra.

-Fue en el exilio de Donibane Lohitzune donde conocí a Agustín Zumalabe, también exiliado y único donostiarra herido en la batalla de Asturias en 1934. A consecuencia de dicha herida perdió una pierna. Agustín era director en una escuela creada por el Gobierno Vasco para hijos de exiliados en el hotel Regina de Ziburu. El amor vino por un camino en zig-zag. A la citada escuela acudía mi hermano menor, José Luis, y el crío comentaba cosas de toda su familia. El profesor fue enamorándose de mí antes de conocerme. Yo estudiaba en Blois viviendo de au-paire con una familia francesa. Hasta que un feliz día Agustín Zumalabe me escribió una carta declarándose. Habíamos estudiado lo mismo en Donostia, sin coincidir nunca. Él llegó a ser mi marido y padre de mis hijos: dos chicas y un chico. Tras cinco años juntos, nos unimos definitivamente.

¿Qué estudios hizo?

- De niña, en Tolosa, fui primero a la escuela pública. A los ocho o nueve años me encaminaron hacia el colegio de la Inmaculada Concepción, que regentaban monjas francesas. Es donde aprendí francés. A la vez estudié alemán e inglés en Donostia. A los 12 años le dije a mi padre que quería estudiar y me encaminó hacia la Escuela de Comercio, donde hice Profesorado Mercantil y Peritaje. Y antes de casarme, cursé el segundo y último año de Intendente Mercantil. Nos casamos en 1944.

Le interesaba mucho la política.

-Muchísimo. El republicanismo federal de mi padre, abogado de renombre, me parecía lo más serio. Puedo recordar perfectamente la proclamación de la Segunda República el 15 de abril de 1931 en Tolosa. Mi padre era propagandista y pertenecía al Círculo Republicano de Tolosa. Fue asimismo presidente de la Gestora de la Diputación de Gipuzkoa e incluso gobernador civil. Tengo grabada una frase que pronunció aquél día desde el balcón del Ayuntamiento: Lo más fácil está hecho. Lo más difícil está por hacer. ¡Qué razón tenía!

¿Feminista?

-Nunca lo he sido. Pero tengo clarísimo que la historia de España no hubiera sido la que fue si no se hubiera promulgado la ley que abrió el camino al voto femenino en ese momento de Clara Campoamor. La mujer estaba totalmente dominada por el clero y dio el poder a la derecha. Las siguientes elecciones las ganó el Frente Popular y Franco se sublevó saltándose la fidelidad a la República que había jurado en su momento.

¿Por qué no aprendió euskera en su casa, en su pueblo?

-Cosas de la vida. Mi padre era euskaldun y se casó con una chica nacida en las Encartaciones, que si bien vivió parte de su juventud en Ibarra, no hablaba euskera aunque lo supiese. Nunca le oí pronunciar ni “bai” ni “ez”. Ni una palabra. Si tu madre no te habla, no lo aprendes. Mi padre hacía de vez en cuando reclamaciones sobre el asunto, pero sin éxito alguno. Así fueron los problemas del euskera durante la guerra y más acá. Me interesa recalcar aquí que amo al euskera, que hice todo lo que hay que hacer para que mis hijos fueran euskaldunes y lo son. Todavía no lo he aprendido pero aquí tienes una muestra de lo que un día escribí a los 89 años como réplica a alguien que puso en duda mi amor a nuestra lengua: “Hemen jaio naiz, ez naiz kanpotarra, tolosarra baizik. Se me hubiera caído la cara de vergüenza si mis hijos no hubiesen hablado la lengua de sus abuelos. Ni ez noa gure hizkuntzaren kontra. Gure hizkuntza maite dut gurea dalako. Además de amar mi lengua, la encuentro interesantísima. Sigo pidiendo enseñanza gratuita del euskera para los adultos que no lo dominan porque quisiera que nuestra lengua fuera una lengua viva hablada por todo el mundo en igualdad, por lo menos, con el castellano. Y me gustaría que todos los vascos fuéramos trilingües, con euskera, castellano y francés.”

El palique que mantuvimos abarcó bastante más de lo que cabe en esta entrevista. Cien años dan para un buen libro biográfico. La vida y las memorias de María Luisa Castro lo merecen.