el agua no deja de subir y, salvo cruzar los dedos, nada pueden hacer por remediarlo. Bajos inundados, carreteras cortadas, escolares sin escuela... ¿Cómo acostumbrarse a semejante quebranto? Adela Solanas se mostraba ayer cansada de tanto desvelo. Marchó a trabajar y ya no pudo regresar a su hogar. Ayer durmió en Errenteria, en casa de su hermana, lejos del número 8 de la colonia del Pilar, en Martutene, una vaguada donde revientan las arquetas a modo de géiser cada vez que se dispara el caudal del Urumea.
Muchas inundaciones, pese a lo que pueda parecer, son provocadas por el agua que sale expulsada de la zona interior del barrio. Ayer ocurrió otro tanto. Las familias de los pisos bajos tuvieron que ser desalojadas, y el hartazgo es evidente en un barrio que desconfía de las autoridades. “Que arreglen el río de una puta vez. Nos dicen que comienzan las obras en abril, que durarán 30 meses, pero es que estamos más que hartos”. Pedro García, de 54 años, se desahogaba ayer con un bombero. “Sé que la culpa no es tuya. Lo siento, pero es que con alguien tengo que desahogarme”.
Martutene dio rienda suelta a la indignación. “Estamos cabreados. La gente sigue sin saber qué va a pasar”. Algunos vecinos increparon al alcalde, Juan Karlos Izagirre, que se acercó a Martutene y acabó siendo objeto de más de una reprimenda. “Esto es agobiante. Usted tiene mano en todo lo que ocurre. ¿Por qué no busca una solución?”, le espetó Paco Cantero, vecino de la zona, tras una acalorada discusión.
Desolación
Guardan en sus retinas las inundaciones de 2011, y no es precisamente un buen recuerdo. “Vivimos con el miedo en el cuerpo, y una gran sensación de abandono”. El estado de ánimo de Solanas basculaba entre la desolación y la impotencia. “Buena prisa se dieron para arreglar los desperfectos del temporal en la costa. ¿Por qué tenemos que seguir esperando?”, se quejaba.
El barrio, entretanto, se convirtió en un humedal en el que los bancos de los parques fueron engullidos conforme discurrían las horas. La lluvia no dio tregua, y los comercios y bajos se convirtieron en sumideros por los que se colaba el agua.
La mujer abría a este periódico las puertas de su hogar para mostrar cómo se preparaba ante una nueva acometida.
A su espalda, como si de un mal sueño se tratara, la crecida alcanzaba la carretera que discurre por el barrio, donde la Guardia Municipal regulaba el tráfico en un frenesí pasado por agua. “¡No frenes, sigue, sigue, sigue!”, indicaban los agentes a los conductores que se aventuraban a atravesar la vía anegada. Poco después el acceso al barrio sería cerrado por motivos de seguridad. En esos instantes, dos personas de avanzada edad se agarraban a la valla de la ikastola. Parecían dos críos jugando, pero no sonreían. Miraban bajo sus pies, hacia una acera donde el agua superaba ya los 20 centímetros.
“Esta es mi casa”, saludaba Solanas tras una incursión. En una primera impresión, parecía que había sido desvalijada. Todo estaba patas arriba, y los objetos de más valor habían sido colocados en la escalera para ganar un par de metros con los que evitar desperfectos.
Su hijo Jesús, de 30 años, duerme en esos momentos en el sofá tras una noche larga. El joven prefirió quedarse en casa mientras su madre se marchaba a Errenteria con su hermana. Estaba dispuesto a dormir en la escalera si el agua entraba en casa. “No sé cómo explicarlo, estamos en alerta roja y se supone que están pendientes de nosotros, pero ante una crecida del río nadie me puede ayudar”, lamentaba la mujer mirando a su alrededor.
En el interior de su piso había varias toallas colocadas en los sumideros de la ducha y el lavabo, que poco podía hacer ante la presión del agua.
Mientras tanto, seguía lloviendo fuera. La mujer comenzaba a temerse lo peor. “El miércoles por la noche, el agua me llegaba hasta la rodilla, pero hoy esto va a peor. Siento desolación, impotencia, rabia. Te pasas toda la vida trabajando para pagarte una casa mientras nos vemos obligados a enfrentarnos a esta situación. El 6 de noviembre de 2011 tuve 75 centímetros de agua en las paredes. Fue horrible. No quiero volver a vivirlo. Desde entonces estamos oyendo que van a solucionar el problema. ¿Así hasta cuándo? ¿Cuándo va a llegar”, se preguntaba la mujer, acodada sobre la lavadora que aguardaba en el descansillo.
“No queremos perder el piso”
Afuera continuaba un rumor de lluvia, y el silencio del portal fue interrumpido por la sintonía de un móvil. Al otro lado del teléfono, la madre de Adela, preocupada por la situación de su hija. “Estoy bien, estoy bien, luego te llamo”, le calmaba la mujer. Justo en ese instante aparece la vecina de enfrente. No trae buena cara. Dice que no tiene ganas de hablar. Se detiene unos instantes y confiesa estar muy preocupada.
La mujer levanta la cabeza y en su rostro se adivina una noche de preocupación. “Me vi obligada a esperar hasta la 1 de la madrugada en el coche. Estaba con mi marido. No podíamos regresar a casa y nos helamos de frío. Hace tres años perdimos el piso, y no queremos pasar por lo mismo”, se limitaba a decir esta vecina del número 8 de la Colonia del Pilar.
La mujer, abatida, con ojeras muy marcadas, continuaba su paso. Su hijo se quedó a dormir en casa de una amiga.
Hacer balance de los daños era ayer una tarea baldía. Los comerciantes trataban de adecentar en la medida de lo posible sus comercios, pero “para qué hacerlo”, decían, cuando va a volver de nuevo la crecida. “Tenemos un cabreo monumental”, reconocía la dueña del bar Itxasne, viendo impotente cómo se colaba el agua por su negocio.
Otros vecinos vaciaban locales. “La inundación de 2011 se llevó por delante todos los tambores y trajes de la asociación. Esta vez no hemos querido pasar por lo mismo. Ayer cogí mi coche, que lo tengo a todo riesgo, y lo planté delante de la puerta para ayudar en todo lo que haga falta”. Eduardo Crista, de 28 años, lleva unos meses viviendo en el número 8 de la calle Ibaialde de Martutene y durante este tiempo ya ha visto tres crecidas del río.
El joven sacaban su móvil para echar un vistazo a la aplicación que todos los vecinos consultan estos días. “Estamos en 4,55 metros”, indicaba por la mañana. Luego seguiría creciendo. “Cada diez minutos está subiendo un poco más. El problema que tenemos aquí es cuando sueltan el agua, la pelea de siempre”.
A su lado, Begoña Uskizar, decía sentirse impotente. Trabaja en el Eroski de Martutene que, como el resto, tuvo que echar la persiana. “Solo podemos esperar y cruzar los dedos”, lamentaba frente al propietario del negocio, un hombre de edad que se calzó las katiuskas ante el metro de agua que anegaba el local. El hombre salía de la despensa con cara de preocupación. No tenía ganas de hablar. Poco después les indicaba a las trabajadoras que marcharan a tomar un café mientras iba a comprarles unas botas de agua con las que ponerse a limpiar el barro.
Otros muchos vecinos tiraban de amor propio para evitar males mayores en sus garajes. Las bombas de extracción de agua funcionaban a pleno rendimiento en la calle Artolategi. “Han elevado el barrio de Txomin-Enea rellenándolo de tierra, y nos hemos quedado en un agujero”. Antonio Ortega, de 62 años, nos conduce hasta el garaje comunitario donde apenas pueden verse los manillares de un par de motos. “¿Esto es noticia? Esto es el pan nuestro de cada día, y aquí las instituciones ni aparecen”, suelta García, de 54 años, a quien le acompaña Patxi Díaz, de 44. “Vemos que hay compromiso político, pero se están priorizando muchas otras cosas. Los desperfectos del temporal de mar se solucionaron enseguida, pero aquí no está ocurriendo lo mismo”.
Igone Illarramendi, de 48 años, de la carnicería del mismo nombre, tuvo que armarse de paciencia. El agua alcanzó el medio metro de altura y su negocio resultó muy afectado. “Luego traeremos containers para que podáis sacar el material orgánico”, le decía un empleado de la limpieza.
Los bomberos, entretanto, no dejaron de accionar las motobombas para que la corriente eléctrica no resultara afectada.