"Fue lo peor, más fuerte que lo del Oiz"
Hoy se cumplen 30 años de la mayor catástrofe ocurrida en Bizkaia sin que se celebre ningún recordatorio público. Un total de 49 niños y tres adultos, dos de ellos profesores, fallecieron en el colegio Marcelino Ugalde al registrarse una explosión en la zona de calderas.
COMO si un pacto de silencio planeara por cada calle y como si Ortuella estuviera agotada por el dolor, -hoy, el día que se cumplen 30 años de la tragedia- son muchos los que se niegan a recordar. Una zona cero, cuya imagen ha sido reconstruida -en el lugar del colegio Marcelino Ugalde se levantan el polideportivo y el Centro de Iniciación Profesional- pero que no ha podido regenerar el alma de una localidad que perdió a 49 niños, dos profesores y a Joaquina, la cocinera, tras una deflagración que se produjo en la zona de calderas. La entrada en contacto del gas propano que se filtraba por una tubería con el soplete de un fontanero que se encontraba realizando una reparación causó una enorme explosión e hizo que el suelo de dos clases se derrumbara.
Sólo una misa recordará hoy, como cada año, a las víctimas. Hay demasiados supervivientes que se niegan a hablar. Siguen marcados. Es el caso de Jon. Tiene sólo 41 años pero como consecuencia de la explosión, no retiene la lectura y se pone a llorar como un niño cada vez que aflora la tragedia. Con sólo diez años, estudiaba en una de las aulas más afectadas del colegio. Se salvó porque le cayó un armario encima y sobre él, todos los cascotes que le habrían matado sin remedio. Todos intentan, a trompicones, seguir adelante con sus vidas. Avanzar sin mirar atrás, como Begoña de las Heras, otra de las pequeñas que consiguió sortear la muerte. Desde la inocencia infantil, recordaba cómo junto al amasijo de escombros, dejaba en su huida, restos de cuerpos. "Corríamos pisando cualquier cosa sin detenernos a pensar lo que había bajo nuestros pies. Parecen manos, parecen pies... pero el pánico no me permitía pensar", relataría años más tarde.
Además del empeño en mantener el anonimato, otra tónica común: nadie ha podido sobreponerse al estrépito y a casi todos les sobresaltan los ruidos. Una puerta que se cierra de golpe, una silla que se cae... les hacen dar un bote.
El desastre no dejó a nadie incólume. Tampoco a Josu Moneo, voluntario de la DYA. "Fue lo peor. Más fuerte que lo del monte Oiz, que la explosión de Ripolín, que la de Beyena... peor que todo. Aquellos niños, aquellos familiares destrozados que escarbaban los escombros buscando a sus criaturas... y aquellos gritos desesperados... Volví ayer viernes, por segunda vez en 30 años, y me recorrió un escalofrío".
María Jesús, ahora vecina de Urioste, sintetiza cómo un pueblo se hundió en sólo dos minutos en el abismo. "No lo olvidaré nunca. Todos conocíamos a aquellos niños y a aquellos padres que perdieron allí a sus hijos". La tristeza que invadió el pueblo lo sumió en una espesa neblina. María Jesús no puede quitar de su cabeza la desolación de aquellos vecinos, mientras menciona a Amaia, una de sus hijas, de 37 años, que bien podría haber estado en el colegio maldito. Tampoco en el Ayuntamiento se deciden a romper el silencio. El alcalde, Oskar Martínez (PNV), no quiere ni pensarlo. "Por favor, déjalo", reclama. Concejal entonces y edil también ahora, Daniel Arranz (PSE) zanja el tema con un escueto: "Sin comentarios". "Nadie quiere reverdecer un asunto que el pueblo nunca ha conseguido olvidar".
una luz de esperanza Sólo los alumnos de cuarto de Secundaria del IES de Ortuella se han decidido a quebrar el hermetismo. Con un proyecto de investigación, que ha conseguido una mención extraordinaria, se atrevieron a revivir el trágico episodio. "Recogimos las noticias aparecidas en prensa, pasajes de La Caja Negra de ETB y algunas declaraciones", explica Itziar Alvarez, profesora del centro y coordinadora del proyecto. "A estas edades, 15 o 16 años eligieron el tema de la catástrofe porque les suscitaba cierto morbo y porque las cosas no se han hablado nunca claro en casa. Además, queríamos aportar la visión de una generación completa que representa un salto adelante con respecto a aquella generación que resultó diezmada", subraya.
La aproximación más sobrecogedora, el testimonio de una amona, Ana Moreno, que vivía a 500 metros de la escuela y que alude al mayor mazazo de sus 70 años. "Yo tenía allí tres niños y no sabía si estaban vivos o muertos". "Cuando llegué a la escuela, se me cayó el mundo encima, me subí a los cascotes buscando a mis niños. Me desmayé y cuando reaccioné, ya me dijeron que estaban a salvo".
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