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El niño que soñó detrás de las sábanas

Antes de fundar la bodega de Remelluri y descubrir la ciudad romana de Oiasso, mucho antes, Jaime Rodríguez Salís fue un chaval de nueve años que presenció y vivió las miserias de la Guerra. Un libro escrito por él mismo recuerda ahora esa infancia en Irun.

El niño que soñó detrás de las sábanas

"me acuerdo perfectamente de todo. A esa edad -nueve años-, no hay lagunas. La memoria está muy desarrollada y las cosas se quedan muy grabadas. Sobre todo, si son tan impactantes como aquéllas". Desde la misma casa en la que se forjaron esos recuerdos, y delante de uno de los ejemplares del libro que acaba de publicar, El niño republicano de Beraun (Alberdania), Jaime Rodríguez Salís regresa a su infancia y comparte las imágenes de aquella época que aún guarda en su cabeza. Esas fotografías retenidas que un día fueron vivencias y cuya visión, pese al paso del tiempo, sigue llegando a sus ojos en forma de sentimientos.

Y así, con pausa equilibrada y sin prisa alguna, repasa una vez más las historias que ya ha dejado escritas en el libro. Las que hablan de aquel niño de Beraun (Irun) que, mucho antes de fundar la explotación vitivinícola de la Granja Remelluri en La Rioja Alavesa, descubrir la ciudad romana de Oiasso (también en Irun) o promocionar la construcción del complejo urbanístico Golf Jaizkibel de Hondarribia, presenció la entrada de los requetés desde Endarlatsa, escuchó el trágico silencio que sucede a los fusilamientos y vio cómo una ciudad, la suya, puede arder y destruirse en pocas horas.

La entrevista, a primera hora de la mañana, se ve envuelta desde el primer momento por un alto valor biográfico. Porque, aunque hay siete décadas de por medio, en esencia el espacio es el mismo. Las paredes no han cambiado. Ahora acogen su despacho y sus oficinas y entonces acogieron sus noches de incertidumbres y posguerra. Sobre ese suelo, Jaime durmió varios meses junto a sus padres y sus cuatro hermanas. La Guerra acababa de terminar, su casa había sido ocupada por otra familia y ellos, que habían regresado del exilio, se alojaron en los bajos de su antigua sidrería. Entre kupelas y sábanas colgadas (estas últimas distribuían, de alguna manera, la estancia en varios cuartos), los Rodríguez Salís soñaban con tiempos mejores.

el sonido de la batalla

Aviones, coches y fusilamientos

Probablemente, con los que habían conocido antes de que todo empezara, cuando Jaime, pese a pertenecer a una familia adinerada, era "un chaval más", con "una infancia normal". "Como todos los niños, tenía mi pandilla y jugaba con ella todo lo que podía y más. Era feliz", sonríe, mientras señala la fotografía escogida para la portada del libro. No es de antes de la Guerra, pero sirve igualmente para dar contenido a sus palabras. En ella, él aparece junto a nueve de aquellos amigos. "Nos la hicieron en un estudio, el día de Navidad. De hecho, creo que la pagamos con el dinero que habíamos sacado cantando la noche anterior", explica. "Hoy -lamenta- sólo quedamos dos".

Tras cerrar el paréntesis que le ha llevado a hablar de esa imagen, su mente se detiene en el 18 de julio de 1936. "A las ocho de la mañana, cuando yo desayunaba, sonó el telefonillo. "He oído que los militares y los moros están entrando por Gibraltar", anunció una tía mía. Aquél fue el principio. Lo recuerdo muy bien", asiente. Tanto, añade, como lo que sucedió en los días y semanas posteriores. "Los primeros aviones, los coches requisados, las manifestaciones de uno y otro lado, el sonido de los fusilamientos y de los tiros sueltos... Lo vivimos todo, sin ser excesivamente conscientes de la gravedad de lo que ocurría. Éramos críos y lo veíamos más como una aventura", confiesa.

De hecho, en su intento de imitar la realidad de lo que veían, aquella y otras pandillas jugaban "a la guerra". "Hacíamos trincheras y luchábamos con tiragomas. Los de un barrio contra los de otro". Hasta que en uno de aquellos juegos, una pedrada le dejó sin vista en uno de sus ojos. "Fuimos a San Sebastián, con las balas de los requetés silbando sobre nuestras cabezas, pero el médico dijo que no había nada que hacer".

Después llegó el exilio. Su padre, reconocido republicano, se quedó trabajando en Pasaia y él se instaló junto a su madre y sus hermanas en Hendaia. "Veíamos todo lo que ocurría en Irun. La entrada de las tropas franquistas, las tres tanquetas avanzando por la avenida de Francia con 15 ó 20 carlistas detrás, los militares cantando junto al puente de Santiago e izando la bandera... Era como si estuviéramos en un mirador. ¡Y el incendio! Incluso días después llegaban las cenizas", relata.

últimos recursos

Monedas de oro y alguna joya

Después de un mes, ya con su padre, se mudaron a Biarritz. "El alquiler era más barato". No en vano, para entonces su familia lo había perdido casi todo. "La casa había sido ocupada y lo poco que teníamos -monedas de oro y alguna joya- se iba vendiendo". Así, ocho semanas después, su situación volvió a cambiar. Sus padres se fueron a París (trabajaron en un restaurante) y él y sus hermanas fueron alojados con distintos familiares (en su caso, en Donostia).

El reagrupamiento de la familia no llegaría hasta un año más tarde, primero en Pasaia (con la Guerra llegando a su fin, sus padres regresaron pero se les impidió vivir a menos de siete kilómetros de la frontera) y después en Irun -en los bajos de su vivienda-. Su padre recuperó su trabajo y la familia, poco a poco, la normalidad. Tiempo después, bastante tarde, les fue devuelta la casa. Aquella en la que siempre había vivido su familia y en torno a la cual -fue la primera edificación- se fue asentando el barrio de Beraun.

Con los años, Jaime se hizo a sí mismo. Estuvo internado en dos colegios, viajó por los países del norte de Europa con apenas una guitarra como equipaje, caminó como peregrino hasta Roma y dio sus primeros pasos en el mundo de la empresa. Los que le llevarían más adelante a Jaizubia, Remelluri y Arkeolan (centro del que es presidente y con el que descubrió la ciudad de Oiasso).

Pero antes, mucho antes, Jaime fue aquel niño republicano de la foto. Aquel que conoció el sonido de las guerras y jugó a ser miliciano y que, recogiendo el testigo de sus padres (él autor de varias publicaciones sobre el Bidasoa y ella de un extenso relato sobre su exilio), ha escrito su propia historia en las páginas de este libro. Aquel que, 73 años después, describe sus recuerdos entre las mismas paredes que lo vieron nacer.