Teo va a Tokio
Tokio es tan grande que tuvimos que elegir visitar tres cosas. No había tiempo para más, sobre todo cuando el metro se convierte en una trampa letal
Después de casi una semana de intenso y duro trabajo, por mucho que no lo haya parecido por este diario que he escrito sobre la gira de Japón y, gracias a la complicidad de la Real, este viernes a primerísima hora de la mañana tuvimos la suerte de poder escaparnos unas horas para conocer de forma acelerada y frenética la imponente capital japonesa. Una especie de Mikel va a Tokio, rememorando las aventuras del niño Teo, que sigue haciendo las delicias de muchos niños. Mi hija entre ellos. Es más, ha heredado mis libros que son más viejos que la pera y no duda en reprochar a sus primos mayores que se cargaran algunas páginas en el peaje que tuvo que pagar por ser bastante más pequeña.
Yokohama también es gigante y de mucho nivel. Limpia, con rascacielos muy elegantes y bonitos. El desplazamiento a Tokio es bastante cómodo. Un viaje en tren de alta velocidad que duró unos 40 minutos. Lo primero que te llama la atención es el gentío que hay en la estación, un tráfico incesante de personas que van a trabajar y que no tienen tiempo de reparar en el grupo de enviados especiales que tienen que superar la primera prueba del famoso programa Humor Amarillo intentando comprar los billetes sin complejos y con valentía. Como si no llevara casi una semana en tierras niponas y no se hubiese dado cuenta de lo complicado que es lograr avanzar en una carrera de obstáculos. Es cierto que la parte de la organización nativa es voluntariosa, pero hemos echado mucho en falta una versión a la japonesa del Señor Lobo para llamarle cada vez que nos encontrábamos en un callejón sin salida.
No sabemos si del cielo, de la tierra o simplemente de la oficina de al lado, apareció una trabajadora del tren con un palo en la mano (ya les he dicho que es mejor no darle demasiadas vueltas a muchas cosas en estas tierras) que nos echó un cable y logramos hacernos con unos billetes de ida y vuelta.
Lo primero que te llama la atención es que los trenes entran en la estación a una velocidad impresionante, dando la sensación de que van a pasar de largo pero en realidad el andén es tan grande que poco a poco va perdiendo velocidad hasta detenerse delante de ti.
Dentro del vagón, a las 8.00 horas de la mañana, no tarda en impactarte que no habla nadie. Parecíamos los típicos occidentales hablando a gritos, cuando en realidad lo hacíamos a un volumen normal, sin exageraciones. Muchos de los japoneses no podían sostener sus párpados y se dormían. Les juro que había uno cerca de nosotros que se había quedado dormido y no precisamente poco rato, aferrado con su brazo a una de las gomas que cuelgan de las barras del techo para sujetarse. Me recordó a Nico, uno de mi cuadrilla, que un lunes después de un largo fin de semana se montó en la línea de Metro 6 de Madrid, la circular, se durmió antes de llegar a su destino y cuando se despertó había vuelto a la ficha de salida. Es decir a dónde se había subido. Un jabato.
Hubo un momento hasta en el que decidimos callarnos para comprobar el silencio y se podía escuchar hasta el vuelo de una mosca. Cuando llegamos a nuestra estación casi te entraban ganas de gritar: “¡Espabilad, hombre, que ya es hora!”. La verdad es que impresiona ver que son muy pocos los que sonríen y solo uno el que ríe a carcajada y fue el conductor de la furgoneta que conducía a la prensa al estadio después de quedarse a milímetros de estrellarse con el autobús de la delegación txuri-urdin.
Si se estrella sin ningún percance físico, obvio, quizá sí que nos hubiésemos echado muy buenas risas a pesar de que, conociéndoles después de tantos días, supongo que se habría convertido en un problema peliagudo que hubiese puesto hasta en peligro tanto el partido como el viaje de regreso a Donostia.
Mapas, trenes, metros
Para que se hagan una idea, con el mapa de las distintas líneas de tren y de metro y sus respectivos colores se podrían hasta jugar al mítico Enredos más endiablado de la historia. Una cosa de locos. En Tokio lo que hemos encontrado es el Japón que todos teníamos en mente antes de viajar. Una ciudad interminable, moderna, con un tráfico de humanos mareante y ya con un crisol de culturas de todo tipo, nacionalidades y tejidos. Eso sí, con un calor impresionante y una humedad asfixiante, que provoca que, como también sucedía en Nagasaki, estés empapado de sudor solo con cruzar la calle.
Y no hace falta ni que sea el tan famoso de Shibuya, que tiene su qué, aunque pierda gracia de día. Esto te invita a volver a pensar que hay algo que no cuadra y provoca que te invadan de nuevo las sospechas de que nos están vacilando. Ellos no sudan. Visten camisas de manga corta de tejidos finos, de esas que si sudas una gota se puede ver desde mucha distancia, y después de seguirles varios metros con la lupa en el ojo para resolver este nuevo caso, te das cuenta de que hay algo que les permite mantenerse impolutos. Insisto, hay algo que se nos escapa. Esta gente esconde cosas y están muy preparados. Al loro.
Eso sí, Tokio es tan grande que tuvimos que elegir visitar tres cosas. No había tiempo para más, sobre todo cuando el metro se convierte en una trampa letal. Perdimos más de media hora porque en una estación podías pagar con tarjeta, para hacer un intercambio de línea ya solo podías abonar con dinero (seguíamos sin tener efectivo) y, se lo juro, en otras había que tener solo monedas. En este caso sin ninguna ayuda y con todo trabas sin soluciones. Dan ganas de pensar que te vigilan, al más puro estilo El show de Truman con el agravante de que en lugar de retransmitir tu aventura, se están mofando de ti.
Para colmo, cuando iba a abandonar el hotel, habían tenido la delicadeza de dejarme un regalito en forma de trampa. No me estoy refiriendo a ninguna especialidad japonesa, porque es universal: una maldita pesa. Después de esquivarla, sucumbí y casi la rompo. El verano no perdona a los bicho-bola, a los que no les echa un cable en esta batalla personal ni las sudadas sin fin.
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El Japón del futuro, el que todos imaginamos y tardamos en conocer, se volvió a desvanecer al llegar al vetusto estadio en el que se disputó el amistoso, que no es ni la casa del nómada Yokohama, que sigue sin tener su propio hogar, al no haber casi ni enchufes ni wifi. Mi no entender. Cosas de otro mundo. Del planeta Jabón…