Ya es mala pata. Cada vez que sale el calendario lo primero que consulto, antes que el derbi o los duelos contra los gigantes, es la fecha de la visita a Vigo. Como he comentado muchas veces, mi mejor amigo desde txiki se tuvo que trasladar allí por motivos laborales y la visita es obligada. Los caprichos del destino y de los malditos sorteos han querido que, primero, el duelo de Liga se disputara el día de San Sebastián y, para más inri, toda una eliminatoria de cuartos de final sólo cuatro días después, sin posibilidad de organizar un viaje en condiciones me han dejado siguiéndolo desde la distancia. Es lo que tienen esta Liga y esta Federación, que nunca se ponen en el lugar de los que quieren viajar, cuando hay pocas cosas de mayor valor que las hinchadas desplazándose para arropar a su equipo a muchos kilómetros de sus hogares. Invirtiendo tiempo, vacaciones y dinero.

En el Mercado de la Piedra, donde se puede hasta desayunar media docena de ostras, varios de los establecimientos habían hecho acopio de alimentos en previsión de un importante desembarco txuri-urdin con la consiguiente decepción y tristeza cuando se enteraron de que habían coincidido muy malas fechas y que no iban a acudir muchos realzales.

Llevo más de 20 años viajando puntualmente a tierras gallegas aprovechando la inigualable hospitalidad de mi colega. Lo comentaba la víspera del sorteo en la redacción, en Vigo he vivido y disfrutado de experiencias y anécdotas inolvidables. Entrevistas míticas, como una a Lotina con Xabier Isasa después de una comida larga y copiosa la víspera del esperado debut de Gorka Elustondo, u otra a Badiola, que le pidió a mi amigo que subiera y asistiera a la misma para que no me estuviera esperando solo en el bar del hotel. Estuve comentando con mi compañero Marco Rodrigo que me acordaba muy bien de que en el segundo año en Segunda la Real de Lillo se presentaba invicta en la jornada 5 (sin exageraciones, dos victorias, un empate y una clasificación en la primera ronda de Copa ante el Zaragoza en Anoeta) en el Sánchez-Pizjuán para enfrentarse al Sevilla B. En la primera parte había bastante gente, pero, como coincidió con que jugaba el primer equipo hispalense, de repente se vaciaron las gradas. Fue el día del famoso gol de Pukki y el humillante 1-0. Desde allí, el equipo se desplazó hasta Madrid en el mismo AVE en el que viajábamos los periodistas para luego acudir directamente a tierras gallegas porque jugaban la segunda ronda de la Copa a partido único en Balaídos. Y aquello sí que fue un auténtico drama. Los dos equipos muertos del asco en Segunda División, medio podridos y con olor a descomposición. Los Necati, Dramé y compañía sucumbieron 2-0 y la Real se despidió de la Copa sin honores y, lo que es peor, sin que le importara lo más mínimo a su sufrida afición.

Que nadie lo olvide. El Celta vivió un proyecto tan brillante y excelso como el nuestro. Fue justo cuando sucedió el episodio del intento de escapada en mitad de un partido de Mostovoi en El Molinón. El club gallego sabía que tenía un genio entre manos y, en lugar de despedirle de inmediato, lo que hizo fue rodearle de Karpin, para que además le controlara, Mazinho y Revivo. A pesar de la traición de Irureta, que clasificó al equipo a Europa y se marchó al Superdepor (imagínense si cruza la A-8 un entrenador exitoso en la Real), la llegada de Víctor Fernández supuso una apuesta por un estilo muy diferente que no difiere demasiado del que utiliza Imanol. Dicen los propios aficionados celestes que aquella temporada 1997-98 no hubo equipo en la Liga ni en Europa que jugase mejor que el Celta. ¿Les suena la cantinela? Porque es una frase muy de moda este año en Donostia. El caso es que, como también le leí a mi admirada Lucía Taboada, el Celta siempre se ha quedado a un paso de todo: a un paso de conseguir varias Copas del Rey, a un paso de la final de la Europa League... Nunca han ganado nada y eso que han contado con plantillas extraordinarias. Puede que su mayor logro sea la clasificación para la Champions que nos dejó sin nuestro tercer título de Liga. Dicho sin rencor porque mejor no nos pudieron tratar.

No hay ejemplo más válido para constatar lo difícil que es ganar. Si ya de por sí es complicado hacerse hueco entre los más grandes del país, subir el escalón definitivo está muy caro. Y eso es algo que le da una ventaja indiscutible a la Real en esta eliminatoria de cuartos en el segundo partido en cuatro días en el mismo escenario. Los agoreros y maniáticos se agarran a esa regla no escrita e intangible de que es muy complicado ganar dos veces seguidas al mismo rival en tan poco espacio de tiempo. Los más optimistas se aferran a que la Real lleva cinco victorias seguidas en Vigo.

Siempre está bien mirar atrás para ser consciente de dónde venimos. Del lodazal insufrible del que nos sacó esta gente para acabar aspirando a todo. Incluso nos volvemos locos y nos retorcemos de nervios e indignación cuando la Federación se empeña en jugar a ser un show de televisión en las celebraciones de los sorteos. Y eso es gracias a Imanol, que le concede la importancia que tiene a jugar un encuentro oficial con la txuri-urdin y su escudo grabado a fuego en el corazón. Y sus jugadores, que, además de excelentes competidores y profesionales, tienen un gen ganador que, por si fuera poco, se lo transmiten a los chavales que asoman la cabeza como acreditaron el sábado. Nos dieron un título y nos prometieron otro con público. Estamos a tres partidos de otra final. Si la Real sobrevive en Vigo, con la mayoría de su plantilla recuperada para semifinales, no veo ningún motivo para no ser muy optimista y soñar. Pero para eso hay que salir vivos de Balaídos. Puede que sea la última espina que nos quede por sacar de las lágrimas de 2003. Ni PSG, ni Mbappé, ni Luis Enrique, ni que cualquier viento de Champions nos desconcentre… Nos encontramos ante el gran partido de la temporada. Es hoy. Anoeta reclama otra semifinal. Y la afición su final. Los de Alguacil tienen pinta de pagar sus deudas… ¡A por ellos!