no es cuestión de llorar, sino de recordar. O simplemente de analizar y, en consecuencia, denunciar. Como no nos ampara ni protege ningún medio de comunicación que no sea guipuzcoano, ni ninguna televisión, vamos a concentrarnos para hacer un esfuerzo intenso y rescatar que, con 0-0 en el marcador de un partido que mereció vencer el Madrid sin ningún tipo de discusión, pasados los diez minutos, Casemiro golpeó el balón con el brazo dentro de su área. Penalti. Cierto es que estamos hablando del nuevo fútbol (me declaro negacionista del VAR), que a mí personalmente no me atrae nada, pero se han castigado otras manos mucho menos flagrantes (sin darle mucho al coco, un par de Le Normand, ante Osasuna o Barcelona, o la que le señalan al Atlético en el último minuto en el campo del Levante). Insisto, penalti. Claro. Y la gran mayoría de ustedes ni lo habrá visto porque no lo ha repetido ni Dios. Con la brasa que nos dieron con el supuesto penalti de Rulli a Vinicius que hasta tuvo que salir el jefe de los árbitros en sala de prensa. La impunidad del abusón de siempre. El eterno escándalo de los distintos reglamentos en función del color de la camiseta. La constante sospecha sobre la adulteración de la competición. Se acabó el escupitajo. A ver si encima no vamos a tener el derecho al pataleo cuando salta a la vista que nos toman por el pito del sereno.

Ay, la televisión y sus imágenes. El martes vivimos uno de esos momentos sobrecogedores que solo nos depara la poderosa realidad del directo. Corría el minuto 90 del Oporto-Atlético cuando marcó De Paul el 0-3 y unos aficionados locales decidieron pagar su frustración asaltando la cabina de Movistar en la que estaban comentando el encuentro José Sanchís, Álvaro Benito y Gustavo López: “¿Pero qué haces?”, comentó el periodista. “Nos están agrediendo cuatro perturbados. La gente está muy exaltada”. Muy profesional, mientras proseguía con la narración, intercalaba mensajes con los agresores sin que por supuesto hubiese imágenes, ya que la realización oficial seguía adelante e incluso llegaba un penalti a favor del Oporto. “Estate tranquilo”, para luego dejarnos boquiabiertos, “se está poniendo la cosa fea, llevamos años currando y nunca nos había pasado esto; por suerte no nos han enganchado”. Aparte del susto, al parecer solo un daño material al arrebatarle la capucha del abrigo a Sanchís.

El periodismo ya era una profesión de riesgo antes de que Twitter entrara en nuestras vidas y lo revolucionara todo. Que se lo pregunten a mi amigo Iñako Díaz Guerra, que cambió la ilusión que le hizo el famoso gol de Fernando Torres y su inocente exclamación “pero qué golazo” por un puñetazo en la cara de un enajenado que subió varias filas del Villamarín para golpearle en la cara. Este periodista siempre ha sido muy crítico con el sector del Calderón que miró para otro lado cuando su cloaca mancillaba sin ningún pudor la memoria de nuestro añorado Aitor Zabaleta. Cómo pasa el tiempo. Parece mentira que ayer se cumplieran 23 años del vil asesinato del icono de la afición txuri-urdin. Recuerdo la maldita noche como si fuera hoy. Y eso que estaba en el ecuador de mi existencia. Yo siempre cuento que, al contrario que la gran mayoría de los 2.500 realzales que viajaron y sintieron miedo de verdad, vi el partido desde el palco presidencial, invitado por mi mejor colega de la universidad. Con mi gorro de lana blanquiazul, que compré con pocos años en un duelo en el Bernabéu, y una bufanda con los mismos colores para protegerme del gélido frío de aquella velada de diciembre. Situado a un metro de Jesús Gil, vi a muchos aficionados de todas las edades y con abono en la supuesta zona noble del estadio mofándose desde la cobarde protección de la distancia haciendo como que le acuchillaban. Como se pueden imaginar, yo no podía salir de mi asombro y trataba de controlar mis ganas de vomitar y mis irrefrenables ganas de desearles lo peor en su existencia, mientras nuestro Aitor se debatía entre la vida y la muerte en una batalla que, como todos sabemos, acabó perdiendo. Lo que desgraciadamente sí me tragué en primera persona fueron todos los encuentros de la siguiente década, con la mayoría de la parroquia colchonera protegiendo y, en muchas ocasiones excusando, a los asesinos que se colocaban en su asqueroso fondo entonando todo tipo de cánticos sobre nuestro hincha más ilustre sin que escuchara ni el más mínimo silbido de reproche hasta que, entre todos, conseguimos que la Real lo denunciara y su gente de bien comenzara a entrar en razón. Ya lo dijo Iñako en un tuit: “La verdad es que cuando viene un equipo vasco el Calderón da bastante asco”. Un tema, por cierto, en el que mejor no hablar de la escandalosa cobertura de las televisiones y de muchos otros medios que muchas veces siguen considerando su asesinato como una muerte y en otras hasta llegaron a dudar de que se tratara de un simple aficionado más insinuando que podía haber sido un objetivo elegido a dedo. No conocen el significado de la palabra vergüenza.

Nos arrebataron una vida que jamás podremos recuperar, pero esa noche Aitor se convirtió en inmortal. Se ha erigido en el alma de Anoeta al dar nombre al corazón del estadio que nunca deja de latir. Aparte de en el emotivo aniversario, en las horas previas de un duelo grande, de una final por continuar en Europa, también nos acordamos de él. De lo que estaría disfrutando con esta Real y de la convicción con la que acudiría hoy al campo, seguro de que vamos a pasar porque jugamos en nuestra guarida. Seducido porque con la comunión que vive la grada y el equipo es simplemente imposible que se escape un duelo definitivo de este calibre. Aunque falten futbolistas clave, enfrente se encuentre todo un PSV, uno de los clubes gigantes campeón de Europa que nos encanta recibir en Donostia porque ensalza nuestra grandeza, y los de Imanol lleven más de 20 encuentros sin derrotar en un duelo a un rival de entidad en una estadística incomprensible, esta puede ser una gran noche. Y el que no lo vea claro, que consulte todos los partidos grandes que ha sacado adelante nuestra Real cuando menos lo esperaba y repase su currículum en Europa, donde siempre le ha costado más, pero donde casi siempre ha estado a la altura cuando se la ha jugado en casa ante su gente. En Atocha, el estadio de atletismo o el nuevo Anoeta donde Aitor hubiera disfrutado como un niño.

Con el paso del tiempo, cada vez lamento más que nuestro equipo no tuviese el valor suficiente como para abandonar el campo hasta que el árbitro y la Liga le garantizasen que no se iban a volver a proferir insultos contra la memoria del txuri-urdin asesinado. Hubiese sido una medida pionera que hubiera sentado un precedente ideal para que los campos de fútbol fueran lugares mejores. La Real ya ha vestido dos veces con todos sus jugadores con el apellido Zabaleta a la espalda, en el Bernabéu y en el 20º aniversario de su muerte. Se me ocurre un último homenaje que sería precioso. Llenar Anoeta de sombreros de copa txuri-urdin, copias del que llevaba Aitor con sus amigos en una imagen que nos hizo llorar cuando le vimos mientras le entrevistaban fuera del estadio días antes de la noche D y que ha acabado siendo el mayor símbolo de su memoria. Era uno de los nuestros, uno más y nos lo mataron. Asesinos. Puño al cielo, que lo sepa todo el mundo, ni olvidamos ni perdonamos. Va por ti Aitor, siempre presente, tu sombrero marca nuestro camino. ¡Hasta el final, gora Real! Hoy más que nunca, ¡a por ellos!