a felicidad es la finalidad de la existencia humana y está hecha para ser compartida. Su concepto perdería significado si no fuese compensado por la tristeza. Es decir, trasladado a la pasión futbolística, para disfrutar como nunca y paladear el verdadero sabor de la gloria de tu equipo tienes que haber sufrido muchos fracasos y decepciones. Después de un año de tristeza y melancolía por culpa del maldito invitado que se ha colado en nuestros hogares, Gipuzkoa ha recobrado la alegría. De repente sus calles transmiten mensajes y consignas más propias de las optimistas sin remedio tazas de Mr. Wonderful. No hay más que darse un paseo bajo las terrazas llenas de banderas txuri-urdin que sus dueños se resisten a quitar una vez disputada la final, porque cada vez que la ven esbozan esa sonrisa del que se siente campeón, para constatar que han vuelto los abrazos. Desgraciadamente con el peligro que ello conlleva, pero es que pocas cosas generan esa necesidad de dar y recibir cariño como el triunfo de tu equipo. Se lo leí a un reputado profesor de Antropología (era un artículo de Jabois, no se preocupen por mi pedrada aún): "Los seres humanos evolucionaron como seres cuya necesidad de tocar y ser tocados, conversar, debatir y reír juntos, sonreír y coquetear entre sí e interactuar en grupos es fundamental para una vida sana. El propio funcionamiento de los sistemas neurobiológicos, de las hormonas y enzimas que circulan por las arterias, los intestinos y otros órganos, está ligado a las relaciones con los demás". Difícil no agasajarse con amigos y conocidos que coinciden en la pasión por la Real cuando te los encuentras y sabes que han compartido contigo la incertidumbre, el miedo, la ansiedad, el sufrimiento y el éxtasis tras el final del partido. En resumen, abrazo de gol, como repetía con singularidad aquel cansino periodista donostiarra.

Pero lo reconozco, he intentado recuperar mis sensaciones de cuando era niño y no las he encontrado. Me alegro horrores por la Generación Perdida, porque ya conoce el aroma de tocar el cielo, pero en el fondo, me da rabia no rescatar la euforia que me invadió cuando Arconada paró el penalti en 1987. Puede que, muy a mi pesar, se esfumó con el niño que fui (hasta mi querida sobrina pequeña, Clara, de once años, me vacila diciendo que aún lo llevo dentro) y, sobre todo, con mi profesión. Porque tras un mínimo y discreto abrazo con mi amigo Aritz Gabilondo en el palco de prensa de La Cartuja, no tuve más remedio que abstraerme, controlar mis pulsaciones y ponerme a escribir porque el horario de cierre apremiaba. Esto sí que son los verdaderos gajes del oficio, ya que por otro lado, era imposible no sentirse un privilegiado por encontrarme en el campo en el que mi amada Real se había proclamado campeona. Por primera vez en mi vida con los chicos, al haber tenido la suerte de disfrutar con la inesperada gesta de Nahikari y compañía en Los Cármenes. A La Romareda no me dejaron ir (te perdono aita; lo de no ir a Zaragoza, el mandarme a Bruselas en un autobús sin ver ni la celebración con 12 años, no; obvio, torturador). Como La Cartuja es un estadio poco funcional, los dos videomarcadores son bastante pequeños, por lo que estuve cerca de perderme hasta el momento mágico en el que Illarramendi alzó la Copa con el hombre más feliz del mundo a sus espaldas, nuestro ya eterno presidente Jokin Aperribay (recomiendo al que no haya visto las imágenes que las recupere cuanto antes). Mi único momento de máxima emoción y peligro de lagrimeo fue cuando sonó el We are the Champions de Queen (en Anoeta no lo pusieron en el ascenso) y lo festejaron todos juntos en el pódium. Los nuestros. Los txuri-urdin. Campeones.

Después de darle muchas vueltas y de consultarlo incluso con auténticos especialistas en la materia, he llegado a la conclusión de que el quid de la cuestión es que no estabais vosotros. Es imposible disfrutar de una gesta así sin ver la alegría incontrolable en los rostros de tu gente como en la de nuestro presidente y nuestros jugadores. Mi primo, con el que compartí habitación once años en Madrid, me solía decir que no entendía cómo me fijaba siempre en la reacción de los aficionados en lugar de ver la repetición de las jugadas de los partidos. Me ha dado mucha pena, no hay derecho a lo que nos ha pasado. Y lo siento mucho, porque reconozco que nos han hecho txapeldunak para siempre, pero no van a tener más remedio que ganar más títulos para que lo podamos celebrar como realmente merecen tanto ellos, los héroes inmortales con carné ya sellado para entrar con letras de oro en el Olimpo blanquiazul, como nosotros.

Ahora bien, quiero dejar clara una cosa, ya que parece que a algunos les cuesta hacerlo y otros, desde su evidente frustración, prefieren menospreciar y mancillar nuestra imagen pública. No puedo estar más orgulloso de mi Real. Del club. De sus jugadores, extraordinarios en su comportamiento, cercanos y cariñosos con los perdedores y orgullosos de su hazaña (no entro más en mínimos deslices evitables, comprensibles en plena algarabía). De su entrenador, Imanol, que dejó para la posteridad un grito de guerra inmortal, al que seguro recurriremos cuando vengan mal dadas, que llegarán las vacas flacas porque esto solo es fútbol (el No se desunan de Lasarte pasa a la segunda posición de las imágenes motivadoras de rescate). Con las pulsaciones ya bajadas, en el hotel a las 3.00 horas, le comentamos Ángel López de MD y yo, en una entrevista muy personal, que no hay una afición que se sienta mejor representada por su entrenador que la de la Real y casi no pudo ni contestar porque se le caían las lágrimas. Orgulloso de Olabe y Bretos y su ojo clínico para planificar. De su presidente, un guipuzcoano de pura cepa, cercano, amable, con sus defectos como todos, pero un extraordinario gestor enamorado de la Real. Y de su gente, que ha dado una lección inigualable de sentido común, responsabilidad, amor a unos colores y respeto a la vida.

A todos, muchas gracias. Que nada ni nadie coarte nuestra felicidad ni nos vendan cosas que no son. Los que de verdad han estado muy por encima de las expectativas han sido los flamantes campeones de Copa y sus devotos. Y tenemos toda una vida por delante para disfrutarlo sin que ningún patoso, pesado o ruin despechado pueda ni deba invadir nuestra parcela de alborozo. Txapeldunak. Real, no hacía falta que ganaras un título para recordarnos tu grandeza, pero con una Copa estamos todos de acuerdo en que luce mucho más. Betirako ¡A por ellos!