Los días de partido importante, con horario casi de farra, se hacen eternos. Agradecí sobremanera que después de los telediarios, en un canal de televisión, ofrecieran una etapa del Tour de Provenza. Pones bajito el receptor y vas cayendo como en las tardes de verano, hasta que te dejas llevar. Siesta de Champions, relajante y recuperadora. Todo al mismo tiempo. La jornada comienza pronto, con el primer café. Es el día de la radio. Desde primera hora de la mañana, encuentras a gente, hablas y no existe más que un tema, un monotema. El partido de la noche. Me entretengo haciendo compras. En un stand del establecimiento al que acudo veo ramos de flores, plantas de todo tipo, con corazoncitos rojos. La ciudadanía a lo visto está enamoradísima porque arrasan con todo a velocidad de vértigo. Hoy es San Valentín. Compré un bouquet de diez rosas, o más bien capullos de rosa. Se adjuntaba en el celofán un sobre con polvos milagrosos para que los eches en el agua del jarrón y duren más días.

Mediada la tarde decidí relajarme un rato con la música que me agrada. Como si fuera un de repente, comencé a tararear Noche de ronda, la canción de Agustín Lara. Busqué en internet las versiones existentes. Aparecen un montón, lo que confirma el valor de la obra. Entre todas elegí la muy socorrida de Nat King Cole, aunque la más patética y conmovedora la protagoniza José Carvajal El Sabalero. Un bolerazo en toda regla, en cuya letra creí descubrir cierto paralelismo con la Copa, ese torneo que juega la Real desde hace muchos años y que normalmente le dura menos que mi ramito de capullos.

Los seguidores blanquiazules podrían cantar perfectamente la letra: "Dile que la quiero, dile que me muero de tanto esperar, que vuelva ya que las rondas no son buenas, que hacen daño, que dan pena, que se acaba por llorar". Desde Zaragoza al Bernabéu, pasando por todas las intentonas posteriores, las rondas nos han crucificado y andamos como alma en pena detrás de una alegría soportando decepciones como la "Luna que se quiebra sobre la tiniebla de mi soledad". Frase que a esta hora viene como anillo al dedo después del pobre triunfo.

Es obvio que el nuevo formato mueve los cimientos de una posible conquista histórica y se afronta el compromiso con otro son. Becerril, Ceuta, Espanyol, Osasuna, las celadas del camino, nos trajeron hasta aquí, hasta el Mirandés. Dos partidos, una oportunidad para alcanzar de nuevo una final que muchos de vosotros, jóvenes seguidores y lectores, no habéis vivido con la pasión del sentimiento por los colores en los que creéis. Entiendo el trajín y la ilusión. Os habéis llevado muchos batacazos en el camino. Solo por la grandeza y las ganas de protagonizar una hazaña que poder contar en el futuro, es comprensible que pongáis toda la carne en el asador y que no paséis desapercibidos en el estadio entre los 35.194 espectadores que ayer se dieron cita. Una barbaridad, en jueves, a las nueve de la noche. Es cierto que la ocasión merecía la pena y que el recibimiento en los aledaños del estadio se convirtió en colosal e inolvidable. Suponía la despedida como locales en esta competición. Se trataba de empujar al equipo y llevarle en volandas para que consiga el objetivo, pero el equipo estaba gripado y sin carburador.

Hasta ahora los dos conjuntos habían pasado las eliminatorias a partido único. En ningún caso existía nueva oportunidad. Así han ido cayendo grandes, medianos y pequeños. Esta vez la cosa era diferente, porque se trataba de gestionar el pase a través de dos partidos. Tonterías las justas. Imanol no se guardó nada. Quizás la lesión a última hora de Ander Barrenetxea le trastocó los planes. Iraola, tampoco racaneó con el equipo titular. El usurbildarra plantó en el campo a los tres guipuzcoanos. Kijera y los cedidos fueron titulares. En el caso de Guridi y Merquelanz, con más presión y compromiso para los dos. Estos partidos son los que todo el mundo quiere jugar, aunque te estén mirando sesenta mil ojos. Si entre los planes realistas estaba no encajar gol, se frunció el ceño con el tanto que nivelaba el inicial penalti de Oyarzabal. El Mirandés no cambió un ápice su comportamiento habitual. Avisados estábamos. Buscó con ahínco la portería txuri-urdin y, lejos de caer cuando le marcaron, mantuvo sus constantes vitales. Lo pudo comprobar todo el estadio con el miedo en el cuerpo. La Real no rompía las líneas de presión y disfrutaba poco, por mucho que la posesión le correspondiera. Menos mal para sus intereses que Odegaard puso a los suyos en ventaja antes del descanso y el respetable se tomó un respirito además del bocadillo de turno.

Con la mosca detrás de la oreja llegó el segundo periodo. O la Real no supo leer el partido, o le dominó la ansiedad y el miedo, o no estaban todos bien, o no pudo con un rival que derrochó condición física a raudales. Lo cierto es que las cosas no cambiaron y el panorama que antes del partido era de luna llena, a esta hora es de cuarto menguante. Cierto es que acuden con un gol de ventaja al encuentro de vuelta, pero, a la vista de lo sucedido en las eliminatorias precedentes, sería un suicidio dedicarse solo a defenderlo. Las rondas no son buenas y la de anoche tampoco. Y las copas según cuándo, dónde y con quién a veces sientan mal. Que el público salió del estadio con un punto de desánimo admite pocas dudas. Que esperaba una noche con otro aroma, también. Lo recomendable a esta hora es coger hotel en Miranda de Ebro y dejar lo de Sevilla para más adelante. Por si acaso.