El viernes por la tarde, más o menos a la hora del partido de ayer, transitaba por la variante donostiarra. Coincidió el momento en el que por la espalda lucía el sol y, de frente, los cielos estaban oscuros, con nubarrones densos, descargando agua a borbotones. A la altura de Illunbe, saliendo desde la cubierta, apareció un arcoíris colosal que pasaba por encima de Anoeta y se perdía en el mar. Visión imponente. Aminoré la marcha para contemplar el espectáculo. Por la izquierda pasaban, como cohetes, furgonetas, camiones, coches y lo que hiciera falta sin ganas de admirar tanta belleza.

Seguí el camino y fueron apareciendo uno tras otro hasta llenar el horizonte de colores. Estuve a punto de detenerme para hacer una foto y guardarla como un tesoro. Pero ni debía, ni podía, así que aproveché el trabajo de quienes lo quisieron compartir en las redes sociales. ¡Gracias, por tanta generosidad! De niños nos contaban historias increíbles. Decían que cuando viéramos el arcoíris había que pedir un deseo. En el camino a casa recordaba aquella historia y cada vez que pasaba por debajo de uno de ellos, pensaba en algo o en alguien y hacía una propuesta soñadora. Una, al cian; otra, al azul; una tercera, al violeta. Así, hasta seis.

La primera fue para la persona que acababa de entrevistar durante una hora, que también jugaba con su equipo ayer y me apetecía mucho que ganara. La segunda, para el equipo de balonmano que competía en otro derbi a la misma hora. Las demás no puedo escribirlas, aunque en algún caso es fácil adivinarlas. No os voy a confesar el resultado de dichas peticiones, pero os aseguro que a esta hora el arcoíris me hizo mucho caso y seguiré creyendo en él por los siglos de los siglos. Amén.

Hace una semana, Imanol Alguacil sentó a Willian José cuando quedaban pocos minutos para el final. El brasileño se enfadó y lo demostró sin ambages ni rodeos. Estaba amenazado de suspensión por tarjetas. Si el árbitro le amonestaba, no jugaba este sábado. El oriotarra pensó en futuro, sabedor de que en un partido como el de ayer era necesario un futbolista de sus características. Al técnico le dieron palos por la decisión. Lo debió de ver muy claro. El equipo ante el Huesca estaba atolondrado y allí solo podían suceder desgracias. Ahora deberían subir al entrenador a los altares, porque el derechazo fulminante del ariete dará la vuelta al mundo en un momento psicológico del partido. Era el 2-0 antes del descanso. Una ventaja notable para uno de esos partidos al que se le tienen ganas. Imanol repitió decisión, pero esta vez ambos protagonistas se abrazaron satisfechos. Los duelos con pan son menos.

Nos movemos por impulsos. Pasamos del cero al infinito y ponemos en duda valores incuestionables. No me sorprendieron esta semana las declaraciones del capitán Illarramendi cuando quiso compartir lo que siente, aunque sepa de sobra que los palos van casi siempre a los pesos pesados. Por personas como él, que lo dan todo más allá del acierto, me alegro por la victoria. Cuando el míster decidió sustituirle se fue al vestuario enseñando los dientes de la alegría, mientras el público le aplaudía con todo el cariño del mundo. Al equipo le ha costado mucho ganar en casa y los jugadores han sufrido más de lo deseado.

No le pedí al arcoíris que el árbitro no nos diera la tarde, pero me lo temía. Este colegiado es cansino. Gesticula y gesticula. Coleguea con los jugadores. Se inventa cosas, entre ellas el penalti que le devolvió al rival las ilusiones perdidas. Los rojiblancos se engancharon al partido cuando estaban muy desenganchados. Hasta entonces, la Real fue superior y no mostraba ni fisuras, ni temores. Jugó el partido que convenía y aprendió la lección de encuentros precedentes en los que con el marcador de cara no lo terminó de cerrar. Al trencilla se le está pegando el arroz y pita de una manera que no siempre cautiva. ¡Qué lejos está de aquel árbitro que me encantó cuando nos arbitró en Málaga y en Segunda!

Sería injusto no escribir de Mikel Oyarzabal. Sabéis de sobra que no suelo personalizar en los jugadores, pero con este chico suelo hacer excepciones. Su compromiso es incuestionable. Es un orgullo para la entidad y seguro que algún día llevará el brazalete de capitán. Su mochila carga madurez por arrobas. Defiende y ataca, sube y baja. Lo da todo y además es listo y brillante. Volvió a marcar un gol desde la inteligencia y se fue en busca de la grada para compartir la alegría con la gente que le quiere. Al terminar el encuentro se fue a la misma esquina y regaló su camiseta. Si miro al arcoíris, elijo el rojo de la pasión y el verde de la esperanza. Para un preparador, contar con un chico así es una bicoca.

En estos partidos lo único que vale es ganar. El resto es un brindis al sol desaparecido. La Real ganó y está a esta hora feliz y contenta porque su esfuerzo alcanzó el premio que buscaba. Qué decir de sus seguidores, que además pudieron cantar el himno a la antigua usanza como sucedía en el viejo Atotxa cuando soplaba el viento, llovía y granizaba. Entre las muchas cosas que el equipo hizo bien fue controlar la ansiedad, no ponerse nervioso, ni cometer errores que conllevaran cataclismo y decepción. Sabían lo que debían hacer y lo cumplieron a rajatabla. A favor del resultado, el segundo tiempo lo gestionó desde el orden y se mostró superior al rival que no fue capaz de crear ocasiones para voltear el resultado. Como he dicho antes, si no es por un penalti de regaliz, el camino hacia el final del partido hubiera sido aún más plácido. Y una evidencia que no debe pasar desapercibida esta temporada. La Real gana los dos partidos ante su eterno rival. En la ida y en la vuelta. No es habitual que eso suceda. Por comentar.

Hoy es San Blas y os aseguro que me voy a comer cuantas tortas aguante mi cuerpecito gentil. Ese sabor a canela me cautiva, lo mismo que el arcoíris al que daré las gracias la próxima vez que me lo encuentre en el camino. Después de un triunfo incuestionable debo ser agradecido. ¡Qué menos! l