Si te pasas muchos años viajando con la Real siempre hay momentos y estadios que te marcan. Ya sea para bien o para mal. Por un tanto especial, un golpe envenenado o simplemente por una reacción personal o tantos apasionados abrazos de gol. Al estadio Nuevo Arcángel de Córdoba no le tengo un especial cariño porque desgraciadamente las postales en negro tiñen casi todas las visitas del equipo txuri-urdin, incluido un episodio con los medios muy desagradable que estuvo cerca de acabar en la comisaría de la Guardia Civil con la grada ya vacía. Pero tengo que reconocer que las primeras veces que lo visité me impresionó. Parto de que, en base a mi experiencia por la península, las atmósferas que crean las aficiones de los clubes andaluces son probablemente las más ruidosas de la Liga. La de Córdoba sin duda es un buen exponente de ello. Era el segundo año que coincidían con la Real después de que su parroquia llevara tiempo vagando por el inhóspito desierto de Segunda B, de que no estuviera tan maleada por el efímero paso por la elite y por la tan conocida espantada de un presidente histriónico de esos que aparecen en el fútbol siguiendo el olor de los billetes. La visita del conjunto entrenado por Lillo era una de las fechas señaladas de su campaña. Los realistas necesitaban ganar para no perder el tren de cabeza y, con 1-2 en un córner, en la prolongación, en pleno asedio local empujado por una grada desatada que había pedido antes la dimisión de su directiva, Pierini empató. Creo que ya lo conté, no me olvidaré jamás de Isasa golpeando con violencia una tubería y lanzando al aire más blasfemias que Willy Toledo. Camino al hotel, todavía con el mal cuerpo que te pone un agobio con fatídico desenlace, comenté: "El día que estos cierren el campo suben a Primera fijo" (les faltaba por levantar un fondo tras una lona, como Anoeta). Por cierto, para acabar con este capítulo, el 1-2 lo había anotado un tal Agirretxe nada más salir al campo, al culminar una cabalgada excepcional de Aranburu.
Aranburu, Agirretxe... ¡Tantos ídolos! La semana del comienzo de la Liga, salí del periódico y me encontré con el azpeitiarra cenando en una terraza de Benta Berri. Pese a que estaba charlando con Juantxo Trecet, si no te fijabas bien no te dabas cuenta de que era él. Es más, yo al entrar vi al delegado y si no me llega a decir que estaba ahí un amigo que llegó más tarde no le hubiera podido ni saludar. Estaba pasando unos días en Donostia, aunque conociéndole, todos sabemos que donde pasa la vida es en su querido pueblo natal. Al día siguiente, paseando por La Concha vi a un hombre, deportista con cuerpo estilo Cristiano, casi mulato, haciendo unos montoncitos de arena para formar la típica portería en un partido de máxima expectación que había montado con sus dos hijos. Era Xabi Prieto, quién si no. El mismo que siguió la segunda jornada de las regatas agarrado a una boya en mitad de la bahía.
Es el típico momento en el que te das cuenta y te sientes muy orgulloso de lo que es la Real, de lo que significa y de la importancia que tiene en nuestras vidas. Defiendo que todo el dinero que han ganado estos jugadores, que está claro que no ha sido poco, vale tanto como el cariño y el respeto que reciben a su paso por las calles guipuzcoanas en cuya sociedad se han reintegrado como si fueran personas corrientes. Incluso el simbolismo de Prieto ha trascendido fronteras y ha hecho ver a mucha gente de fuera que allí arriba, en la esquina, en la provincia más pequeña, anida un equipo de fútbol que significa tanto para los suyos que provoca incluso que varios de sus dioses decidan pasar toda su carrera con la misma camiseta en lugar de plegarse a las millonarias ofertas de fuera. El famoso núcleo duro de Zubieta al que se refirió el capitán Illarra en la entrevista de esta semana, señalándolo como la poción mágica de la Real.
Ese es el impagable legado que nos dejan estos jugadores que han sido capaces de lograr que nuestra Real haya sobrevivido a un odioso estadio de fútbol que nos ha alejado de tal manera que hasta en ocasiones sus pistas han llegado a resquebrajar una relación o comunión que en Atocha parecía inquebrantable.
Tengo claro que la generación perdida, aquella que no ha podido disfrutar de machadas en Copa entre otras cosas porque era imposible generar un clima de remontada épica en un insoportable estadio olímpico, va a descubrir hoy una nueva dimensión. 2.339 voces de pie a siete metros de la portería pueden provocar un ambiente inigualable, que no sentía un futbolista de la Real desde 1993, cuando abandonaron el paseo de Duque de Mandas. Si es que hasta a Pardo o al que saque los córners en ese fondo se le va a erizar la piel con el esperado bullicio de La Zabaleta que seguro que festeja casi de la misma forma un saque de esquina que un gol. Pero no solo eso, una caldera en la grada permite dar mucha más continuidad al típico asedio de los minutos finales. Hace temblar las piernas de los visitantes. Cuento con los dedos de las mano las gestas a la heroica de los nuestros con las pistas. Y no me llamen exagerado, no ha sido solo una cuestión de falta de carácter de los nuestros. ¡Es que no metíamos ni miedo!
No voy a entrar en el Barcelona ni en sus habituales lloros por el campo. No conozco un club tan grande que pierda tanto tiempo en lamentaciones y excusas. A sus aficionados más histéricos solo recordarles que no, que no hacemos las obras justo cuando viene su autobús lleno de estrellitas. Solo llevamos 25 años luchando contra una injusticia que muy a nuestro pesar ha cambiado hasta la forma de vivir el fútbol en nuestro territorio.
Y, por último, no me olvido de Aitor Zabaleta. Un aficionado de a pie, como tú y como yo, al que asesinaron por llevar nuestro escudo tatuado en su corazón. Yo sufrí tanto y discutí con madrileños desinformados durante tantos años que lo siento como si fuera un amigo. Uno más, uno de los nuestros. Y no me considero especial, seguro que a la mayoría os pasa lo mismo. Me emociono hasta la lágrima por ver que su inocente y honrada huella perdurará para siempre en nuestro recuerdo al dar nombre al fondo que cambiará nuestra historia. "El día que quitemos las pistas...". Acaba la frase como quieras. Arriba el telón, empieza el sueño. ¡A por ellos!