Cuenta la leyenda que hace muchos años un matrimonio acudió al cine para ver una película. La sesión comenzó con los anuncios y el tráiler de un film que semanas más tarde se iba a proyectar en el mismo lugar. Cuando se apagó la luz y comenzó la banda sonora, apareció en pantalla el león de toda la vida, aquel que anunciaba una producción de la Metro Goldwyn Mayer. La pareja al comprobar el rugido del animal se miró y concluyó. "Vámonos, que esta ya la hemos visto". Se levantaron y se fueron.

Ayer pasó lo mismo en Anoeta. No apareció la melena del bicho, pero la sensación fue la misma. Resultaba penoso ver, desde la cabina en la que transmito el partido, a decenas de seguidores dirigiéndose a los autobuses que les llevan a casa. Faltaban bastantes minutos para el final y la parroquia no aguantaba más y optó por abandonar, pese a que durante muchas fases del encuentro (cuando era imposible creer) animaban sin desmayo a los jugadores que defienden la camiseta que los seguidores más quieren.

El partido fue un calco del anterior y del anterior y del anterior y así hasta que queráis. Reconozco que bajé las escaleras del estadio como el ciclón que se anunciaba. Como en caliente puedes escribir barbaridades, porque es lo que te sale, opté por irme al espigón de Hondarribia, aparcar el coche y darme un paseo reconfortante. Diez minutos de ida y otros diez de vuelta. Soplaba el viento con ganas y la lluvia caía de modo soportable. En ese tiempo traté de situarme y valorar lo que el equipo es capaz de hacer (lo ha demostrado) y está haciendo (en nada se parece). Entre la mejor versión y la actual, que es muy pobre, hay un inmenso trecho que hemos recorrido sin darnos cuenta o sin tratar de evitarlo. Antes nos entraban todas y ahora casi ninguna. Estamos con la pólvora mojada. Jugar en casa ante el colista, disputar el partido ante un equipo que no había logrado un solo punto lejos de su feudo, asomaba como una oportunidad de reconfortarse. Los malagueños podían ser como su vino. Un quitapenas, especialidad Gloria bendita, que nos hubiera endulcorado un poquito el pesado camino que llevamos en los últimos encuentros. Un moscatel dulzón para cambiar la tendencia poco glamurosa en la que se ha metido el equipo y sus técnicos. Atasco total.

Pertenezco al fútbol del antiguo testamento, aquel en el que había un balón y un masajista con cantimplora de agua milagrosa que curaba todos los males y enfermedades. Once contra once y a correr. Eso sí, los conjuntos eran admirables y en el fragor de la batalla no cabían ordenadores, estudios, datos fríos, consumos de oxígeno, pulsómetros, porcentajes de posesión, capturas de imagen y demás sofisticaciones que no llegan al fondo de la cuestión. Los números pueden decir misa, pero este equipo está muerto y exprimido hasta la saciedad. Quiere pero no puede. Comete errores que ni en la pubertad y la anchoa (si queréis con tx) que da origen al penalti del primer gol no se sostiene. Ni tampoco la del segundo. Los dos goles forasteros se originan en dos robadas rivales cuando sacamos jugando la pelota desde atrás. Un entrenador de la antigua observancia le hubiera dicho a Iñigo que mandara el balón a la fila 18 y le quitara la peluca a una señora. Podría enumerar jugadas hasta aburrirme. No sé si de los trescientos centros que echamos ayer, alguno fue por encima de los pelendengues. Cuando no estás, no estás. Y no estamos.

Ni voy a hablar del técnico, ni de las rotaciones, ni del ostracismo al que se condena a alguno de los jugadores, ni nada que se le parezca, porque sé de sobra que no hacen ni puñetero caso a lo que se dice o escribe.

Sin embargo, sí quiero incidir en el estado mental de quienes lo intentan sin éxito. A los jugadores no se les puede achacar nada. Lo dan todo. Jugar en casa ocho partidos de la Liga y solo ganar seis, no es casualidad. Simplemente, habiendo logrado un par de todos los que se quedaron en el camino nos otorgaría una situación de privilegio.

Al equipo le pesan en exceso los desencuentros con la confianza. Cuando encajamos un gol nos venimos abajo. Empiezan a circular los viejos fantasmas en la cabeza de todos y el devenir de los minutos posteriores convierte en calvario el trabajo de todos. Se impone la ansiedad y se buscan las excusas. Y como casi todo sucede con los mismos protagonistas, no hay quien les saque del atolladero. El jueves, o ayer, esperaba cambios en los protagonistas. Además de la recuperación física, debe haber otra mental y como esa no se mide con aparatitos, la resultante es tan evidente como cruel.

Esta semana me los llevaba de excursión a unas bodegas, les metía en la piscina de la talasoterapia, les invitaba al cine a ver una película de acción y organizaba una comida para despedir a Vela. Había un plan para ello, pero a la vista de los acontecimientos, con buen criterio, decidieron suspenderlo, no fuera a montarse otra como en pasadas ocasiones. De este modo, con las pilas recargadas y la mente despejaba, nos íbamos a la busca de diferente león, no el de la pantalla, sino otro que está vivito y coleando. Como mantengamos la misma rutina y sigamos con más de lo mismo, nos llevamos otro zarpazo y entonamos a coro la canción de Julio Iglesias la vida sigue igual.