Pirulí de La Habana
sucede de vez en cuando que vienen a nuestra memoria situaciones que vivimos siendo jóvenes. Imágenes que entonces nos llamaban la atención y que hoy consideramos normales o no les damos demasiada importancia. Por ejemplo, aquellos vendedores que con un cesto rectangular de mimbre pateaban las playas ofreciendo su mercancía a grito pelado.
¡Pirulí de La Habana, que se come sin gana, de coco, menta y anís! Pasaba un hombre junto a la estirada toalla, tratando de persuadir a quienes tenían dinero para comprar y satisfacer nuestros deseos de críos. La cesta de mimbre se completaba además con unas bolsas amarillas de patatas fritas, aceitosas a más no poder, chicles, regalices de palo, almendras y garrapiñadas que se supone estaban al pil-pil de pasear cada día bajo un sol de justicia que las dejaba pringosas y pegajosas.
Luego, con el paso del tiempo, llegaron las neveras que permitían vender limonadas, gaseosas, aguas y cocacolas. La diversidad y la globalización nos trajeron jóvenes subsaharianos que, cargados de chilabas y capisayos, prometían lo bueno, bonito y barato. Ya sabéis. Que si unas gafas de sol, de las de espejo, que si unas figuritas de ébano, o unos collares de marfil, o unas pulseras de pelo de elefante, o unas carteras de piel de camello? Daba igual. Allí cabía de todo, incluso los CD de El Fary.
Mientras tanto, los niños jugaban al fútbol, los mayores a la petanca, algunos a una especie de voleibol, otros a pala; los más relajados elegían las cartas de las familias. Que si los bantú, los tiroleses, los esquimales, los indios... Más tarde, llegaron las tablas de surf, los paipos y las medusas, al mismo tiempo que permanecían incólumes las sombrillas, los toldos y los parasoles de señoras bien.
La evolución de los trajes de baño fue fantástica. Del todo a la nada. Del tapar, a enseñar. De una pieza, a dos y a ninguna. Del marconi a la bermuda. Una exhibición de poderío en toda regla. En aquel tiempo los equipos de fútbol también iban a la antigua. Bota negra, calzón ancho, camiseta clásica con un número grande y bien visible, entre el 1 y el 11, alguna rodillera o muslera y buen olor a linimento. Se jugaba con un balón pesado que para moverlo hacía falta un cañón y coraje, mucho coraje. Algunos no medían bien la fuerza y mandaban a sus rivales al desolladero.
Llegaron las tarjetas de amonestación y de expulsión. Aquello de campar a sus anchas se fue al traste y se impuso el juego de control y posesión. De la pasión, al ordenador. Del futbolista armario, al bailarín. De los grandes, a los pequeños. Del sopapo a la donosura. Y del pirulí a la piruleta. ¡Otra cosa!
Ahora nos movemos en unas millonadas que asustan. Los futbolistas disponen de contratos que superan lo increíble. Ni en sueños hubieran pensado que iban a ganar tanto dinero. La gente a veces se enfada porque cobrando lo que cobran no le echen más huevos. Y no me refiero a los nuestros, sino en general.
Los nuestros se fueron a Getafe a pasar la tarde noche de un viernes que es más para cinema y diversión que para sentarse en una grada desolada de un campo que parece entonar cada siete días aquello de ¡Bonjour, tristesse!, como la película de Otto Preminger. Ni alma, ni vocero que anuncie pirulís.
Con nula presión externa, la Real supo jugar el partido que necesitaba, aunque no consiguiera el triunfo. Guaita sacó tres manos que impidieron la victoria de los de Sacristán. El empate puede saber a poco, pero el valor de la remontada no debe pasar desapercibido. Indiscutiblemente existe un margen de mejora en un semana clave. Dos competiciones, dos rivales, dos oportunidades para que el equipo siga reforzando su autoestima. Y mientras tanto, que Imanol siga a lo suyo y que saboree un pirulí, de La Habana o de Usurbil. Lo que quiera. Se lo merece.