A por ellos: Lágrimas de frustración
S iempre he sido un enamorado declarado del espectáculo del fútbol. Con esto no me ciño a lo mejor, que es el juego, práctica que sigo desarrollando a mis 40 años pese a que ya no me voy ni de un buzo. Me refiero a la parafernalia que rodea a un partido de competición. No entiendo cómo la gente puede decir que no le importa demasiado verlo en televisión, porque para mí no tiene ni punto de comparación la magia que se siente en una grada.
Un estadio de fútbol cuenta con una vida propia que no tiene nada que ver con lo que sucede en el exterior. Yo llegué a Atocha como nuevo socio recién cumplidos los diez años y pasé siete campañas sin perderme ni un solo encuentro en la grada del vetusto pero inolvidable campo de Duque de Mandas. Mi localidad estaba situada justo en la línea divisoria, al lado de las sillas blancas y unas seis filas por debajo del precario palco presidencial. Iba solo, porque mi padre se había cansado del fútbol. Recuerdo a la perfección a casi todas las personas que tenía a mi alrededor, a los que pasaba lista cada quince días. A mi izquierda, la familia Parra, que me trató siempre como a un hijo. A la derecha un señor mayor, refunfuñón, que solía masticar sus mocos en una maniobra realmente asquerosa. A su izquierda, un hombre de Oñati con vozarrón que no podía ni ver a Larrañaga. Dos filas más atrás, un abuelo entrañable que siempre repartía caramelos cuando marcaba la Real, para lo que el crío de diez años contaba con absoluta preferencia. Y, creo que a la misma altura, el clásico optimista empedernido. Un señor que siempre acudía al campo con las revoluciones subidas (con el tiempo aprendí que sería producto del superpoder del patxaran) y que solía vacilar al vecindario por su habitual ambiente negativo y críticón. Era muy gracioso y divertido, con el pelo rizado, gafas y una cazadora de cuero negro.
A este último le recuerdo porque el pasado domingo, antes de que comenzara el Real-Granada, mientras aguardaba sin tensión al inicio, le vi a lo lejos en la grada. Hacía más de 20 años que no coincidíamos. Al término del encuentro, en plena depresión y cuando abandonaba el estadio, pensé en él. Imaginé el disgusto con el que habría regresado a casa en el clásico encuentro en el que no había podido levantar el ánimo del entorno de su localidad.
En las últimas semanas, en mis columnas prepartido, he intentado tocar la fibra sensible de los jugadores para que se dieran cuenta de la importancia y el honor que supone vestir la txuri-urdin un solo día de su vida. Como, visto lo visto, resulta evidente que no les importa ni lo más mínimo, he decidido pasar a la acción para recordarles el alcance del sentimiento que provocan esos colores. No, la Real no solo perdió un partido que no tenía ninguna influencia en la clasificación. Fue mucho peor. Muchos padres habían decidido llevar a sus hijos por primera vez al campo y abandonaron antes de que acabara, con lágrimas en los ojos. Espero que no les pusieran los resúmenes del resto de la jornada y que no vieran el gol de Messi y su celebración, porque entonces los habremos perdido para siempre. Y todo por culpa de una pandilla de inmaduros e irresponsables, a los que parece no importarles nada y que les ves por la calle y ofrecen la sensación de encontrarse por encima del bien y del mal.
Para calibrar la importancia de estar a la altura del escudo, me vale con recordar una anécdota que me contó Juan Pablo Martínez, un hincha txuri-urdin mexicano. La única vez que estuvo a punto de asistir a un encuentro de su equipo fue el bochornoso e innombrable Real-Osasuna de la última jornada de 2000, en el que los nuestros mancillaron su camiseta al dejarse ganar sin disimulo y entre risas para que no perdiera la categoría el vecino. En el fútbol profesional este tipo de cosas al final acaban volviéndose en tu contra, como no tardamos en pagar no mucho después, además de que en Oviedo, como es lógico, no nos quieren ver de por vida.
El fútbol es un espectáculo y los jugadores son actores que se deben a su público. Digo esto porque esta semana he estado con un exfutbolista que ganó las dos ligas y, hablando del tema, me ha dicho que lo que más temía cuando salía a un terreno de juego era hacer el ridículo. Y eso es lo que hicieron, sin perdón, los realistas ante el Granada. Me hubiese gustado que hubieran escuchado las conversaciones de sus aficionados regresando a casa tras el 0-3. La palabra más repetida era vergüenza. ¿Hay algo peor que pueda provocar un equipo al que has alentado sin éxito durante todo el año? Una de las mayores referencias de esta generación de canteranos, que nos llevó a la Champions hace tres temporadas y que ha fracasado el año en el que se contaba con el plantel más caro de la historia del club, cansado de que les acusaran de no tener carácter en comparación con la Generación de Oro, le preguntó a un trabajador del club que ya estaba en la década de los 80’: “¿Qué tenían ellos que no tengamos nosotros?”. La respuesta fue elocuente y contundente: “Un buen par de huevos”. Seguro que los campeones también se marcharon de Anoeta abochornados. Ellos verán, pero confiemos en que la factura de esta penosa campaña no se alargue demasiado en el tiempo. Porque como se vio el pasado domingo, las heridas están abiertas y tardarán en cicatrizar. Es lo que hay.
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