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Habitación 411

LA vida de un enviado especial de un equipo de fútbol reúne muchas connotaciones contradictorias. No cabe duda de que es absolutamente vocacional, al menos en mi caso, en el que no tengo ningún reparo en reconocer que cumplo un sueño infantil siguiendo a la Real en todos los partidos. Pero no es oro todo lo que reluce. Cada quince días tienes que salir de tu casa y de tu cama, una o dos noches, y los horarios de los viajes no suelen ser precisamente los ideales para hacer demasiado turismo. Si el partido es entre semana, como la pasada jornada, llegas, lo ves, escribes, duermes si la tensión y el calentón por el gol de Rubén te lo permiten (no fue mi caso el miércoles) y regresas, con el consiguiente desgaste físico.

Vas visitando casi todas las ciudades de la península, pero apenas las llegas a conocer. Eso sí, en destinos habituales, como puede ser Valencia, te llegas a sentir con la licencia de decir el arriesgado y osado "creo que es por aquí", cuando vas por sus calles buscando un restaurante o el campo, aunque no siempre aciertes (GPS Iñaki Izquierdo y Xabi Isasa siempre desconfiaban de mi sentido de la orientación; Jorge Mendiola y Ángel López aún no). Lo mismo sucede con los hoteles, a los que recuerdas mejor que cualquier lugar emblemático de la ciudad. Eso sí, son tantos y tan parecidos que terminas perdiendo la noción de si has estado antes o no. El caso es que cuando llegué a mi hotel de Valencia no tuve ningún problema para rememorar la mala experiencia que viví allí. Mi impacto fue aún mayor cuando me dieron la habitación 411. Nada más entrar me di cuenta de que era la misma en la que dormí la primera noche de mi vida con la Real en Segunda. No tenía ninguna duda, porque cuando regresé de Mestalla me quedé inmóvil durante muchos minutos con la mirada perdida en el parque de enfrente. Me hubiese gustado que algún miembro del cuerpo técnico, que lleva pocos años en Donostia y culpa a la prensa de desestabilizar con sus críticas, se hubiera pasado por el mar de lágrimas en el que se convirtió el palco de la prensa guipuzcoana y el dolor del posterior momento de intimidad en sus respectivos alojamientos.

La cuestión es que ahí estaba yo, sentado en la cama de la 411 con mi descenso, constatando que me había superado el momento en el que se había consumado uno de los grandes temores de mi vida pese a que parecía inevitable desde hacía varias semanas. Puse la televisión y seguí, sin demasiada atención, el Real Madrid-Mallorca en el que Reyes le dio el título al equipo de Capello. Me daba una rabia increíble no poder volver la siguiente campaña a un recinto tan monumental como el Bernabéu. Es por este motivo que, cinco años después, me hierve la sangre cuando se insiste con la expresión de que el Madrid "es de otra Liga". El campeonato que de verdad no era el nuestro es la pocilga de la Segunda División. Esto es Primera, el hábitat natural de la Real, una categoría en la que incluso ha llegado a reinar con gente formada en su cantera, de donde salió el jugador blanco más importante de la actualidad. Reconozco que, por muy líderes que sean y mérito tengan, me llegó a ofender que los jugadores del Levante declarasen que el partido contra el cuadro de Montanier era volver a "su Liga".

Es increíble la ira que he llegado a acumular contra José Mourinho durante todo el año, un genial entrenador pero también una lacra para el fútbol español. No me imagino ninguna manera mejor para vengarme que nuestra Real le vuelva a ganar al Madrid en su campo, como ha hecho en 20 ocasiones en sus 64 visitas. En esa estadística están incluidos equipos realistas pobres y conjuntos blancos galácticos. No lo recuerdo, pero estoy convencido de que cuando por fin pude dormir aquella fatídica noche de 2007, soñé con victorias legendarias como la que queremos conseguir hoy en Anoeta. A por ellos.