El régimen que prohibió hablar en euskera para silenciarla
Franco llevó a cabo una ofensiva lingüística contra la lengua por ser una amenaza a su ideario
En el verano de 1937, mientras la Guerra Civil española desgarraba el territorio y el espíritu de un estado dividido, una lengua milenaria comenzó a ser silenciada. El euskera, idioma ancestral de Euskadi, que había resistido invasiones, fronteras y siglos de aislamiento geográfico, encontró en el régimen franquista su etapa más oscura: una represión sistemática que buscó borrar su presencia de la vida pública y relegarla al ámbito íntimo, casi clandestino.
Si en 1923, una ley de Primo de Rivera prohibía el uso del euskera en eventos públicos, 1937 marcó el inicio de la ofensiva lingüística. Con el avance del Ejército sublevado en el norte, hablar euskera pasó a ser un acto de desobediencia. Las autoridades franquistas lo consideraban un obstáculo para la “unidad de España”, una amenaza al proyecto nacional-católico que buscaba uniformidad cultural y lingüística bajo el lema Una, grande y libre. Solo un año después, en 1938, el euskera fue eliminado de los registros públicos. Los nombres y apellidos vascos fueron castellanizados, y los documentos oficiales debían redactarse exclusivamente en castellano. Al año siguiente, la prohibición se extendió a los hoteles y comercios: ningún rótulo podía incluir palabras vascas. Los nombres tradicionales de los pueblos fueron sustituidos por versiones castellanizadas, y la geografía vasca se reescribió, literalmente, sobre los mapas y las fachadas.
La imposición del castellano
En 1940, el régimen dio un paso más en su cruzada monolingüe. El euskera fue eliminado de los juzgados, lo que imposibilitó que los ciudadanos pudieran expresarse en su lengua materna ante la justicia. Ese mismo año, el Departamento de Cinematografía impuso nuevas normas censoras que afectaban incluso al arte y al entretenimiento:
“Todas las películas deberán estar dialogadas en castellano prescindiéndose, en absoluto, de los dialectos”, según dictaba las Normas del Departamento de Cinematografía para la censura de películas, 1940.
El castellano se convirtió en la única lengua “digna” del Estado. Franco y su aparato propagandístico la presentaban como el vehículo del patriotismo y la unidad. Una consigna del régimen lo resumía crudamente: “Si queremos ser merecedores de este salvamiento, y honrar a quien nos ha salvado, todos los españoles debemos hacer tres cosas: Pensar como Franco, sentir como Franco y hablar como Franco, que hablando en el idioma nacional, ha impuesto su victoria.”
El idioma no era solo una herramienta de comunicación: se había transformado en un símbolo político. Hablar euskera equivalía a cuestionar la autoridad del régimen, a reivindicar una identidad prohibida. En muchas escuelas, los niños eran castigados físicamente por usar su lengua materna. En las iglesias, los sermones en euskera desaparecieron; los registros parroquiales se rellenaban en castellano. Incluso los funerales fueron afectados y en los cementerios, las lápidas con inscripciones en euskera eran rechazadas o borradas.
Pero el euskera no desapareció y se refugió en la intimidad de las familias. La transmisión oral se convirtió en el último bastión de resistencia. Madres, abuelos y pastores siguieron enseñando la lengua en voz baja, a escondidas, preservando una herencia que el régimen pretendía exterminar. A partir de la década de 1950, se vislumbraron pequeñas fisuras en la censura. En 1952, en un gesto más simbólico que transformador, se creó la Cátedra de Vascuence Manuel de Larramendi en la Universidad de Salamanca. Aquella iniciativa académica, impulsada por el filólogo Luis Michelena (Koldo Mitxelena), supuso un tímido reconocimiento del valor cultural del euskera, aunque su uso cotidiano siguiera prohibido en la administración, la escuela y los medios.
Durante 40 años, el euskera vivió en la sombra. La represión lingüística no solo afectó a la comunicación, sino también a la memoria colectiva, a la literatura, a la toponimia y a la identidad misma de los vascos. Sin embargo, el intento de borrado no logró su propósito. Al morir Franco en 1975, el idioma resurgió con fuerza, impulsado por generaciones que habían aprendido a amarlo en secreto.
Hoy, el euskera es lengua cooficial y símbolo de una cultura que sobrevivió a la represión más férrea. Su pervivencia es también testimonio de la resistencia cultural frente a la uniformidad impuesta por el poder. Aquellos años de silencio forzado no pudieron apagar la voz ancestral que sigue diciendo al mundo que las lenguas, como los pueblos, no mueren cuando se las prohíbe: mueren solo cuando se las olvida.
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