La política, a veces, se resume en una imagen. Ahí está el bolso de Soraya Sáez de Santamaría en el escaño de Mariano Rajoy en el debate de la moción de censura mientras el todavía presidente del Gobierno español ahogaba sus penas en un restaurante cercano al Congreso. Pero hay pocas imágenes tan elocuentes como la de un presidente ausente mientras el agua cubría su tierra y 229 ciudadanos perdían la vida.
El 29 de octubre de 2024 la dana arrasó parte de la Comunitat Valenciana. Fue un día de caos, de llamadas desesperadas, de vecinos subidos a los tejados. Y también, según se supo después, un día de larga y, al parecer, amena sobremesa a juzgar por su larga duración en El Ventorro, el restaurante donde Carlos Mazón Guixot (Alicante, 1974), president de la Generalitat Valenciana, almorzaba alegremente con la periodista Maribel Vilaplana para proponerle que se hiciera cargo de la radio televisión pública valenciana sin que le afectara lo que estaba pasando en el exterior. Y ese almuerzo, prolongado durante las horas más críticas de la infernal tormenta, ha quedado grabado como una metáfora de lo que muchos perciben en el Consell: una enorme distancia entre el despacho y la realidad, entre el poder y la calle de un president que hizo caso omiso de lo que estaba sucediendo y confiando que la tormenta se fuera a Cuenca.
La hora en blanco Durante aquella tarde fatídica, hay más de una hora –entre las 18:45 y las 19:45 horas– de la que no se sabe nada. Ni llamadas, ni órdenes, ni presencia institucional. Mazón sostiene que la reunión no era oficial y que, por tanto, no debía figurar en el Portal de Transparencia. Pero esa línea defensiva, legalmente válida, políticamente suena hueca. Porque un presidente no deja de ser presidente por estar fuera del Palau, ni porque la cita sea de partido. La responsabilidad no se suspende por turnos porque un mandatario lo es las veinticuatro horas del día, y más aún cuando su territorio sufre una catástrofe.
Esas horas en blanco, más que un vacío de agenda, se ha convertido en un vacío de liderazgo. En medio de una crisis, lo que la ciudadanía busca no es perfección, sino presencia. Y Carlos Mazón, en el peor momento, no estuvo visible ni localizable. No hay protocolo que justifique esa ausencia simbólica.
El precio de la imagen
El episodio de El Ventorro podría haber pasado inadvertido de no ser por la gestión posterior: versiones contradictorias, explicaciones parciales, silencios prolongados. Cada matiz añadido desde entonces –empezó con un “no era institucional”, para luego escudarse que “nadie me lo preguntó”– ha alimentado la sensación de que intentó restar importancia a algo que, precisamente por su aparente banalidad, se volvió significativo. En política, el daño no siempre lo causa el hecho en sí, sino la percepción de opacidad. Mazón no solo perdió tiempo aquel día; perdió control sobre el relato de su propia figura. El reservado del restaurante valenciano se transformó en símbolo de un poder que no supo dónde debía estar: con su gente, no en esa mesa.
El caso no se mide solo en culpabilidades penales, sino en la escala moral del liderazgo. Cuando el agua sube, los ciudadanos buscan certezas. Esperan ver a su presidente en el centro de mando, o en el terreno, o al menos al frente de la comunicación. No se le pedía que frenara la tormenta, sino que la encarnara, que fuera la voz, la calma, la referencia.
El silencio del Ventorro
El cartel del restaurante fue retirado meses después por la presión mediática. Pero su nombre ya quedó inscrito en la memoria política valenciana. El Ventorro no es un lugar sino un símbolo. El del poder que se esconde detrás del almuerzo, el del dirigente que comenzó no dando ninguna explicación para luego dar versiones contradictorias. Los silencios de Carlos Mazón Guixot definen más que los discursos. Y aquel día, en medio de la dana, la ausencia del presidente del centro de mando sonó más fuerte que el estruendo de la intensa lluvia de la que él no se debió enterar.