Caminamos por las calles de la parte vieja de Ginebra. Mi hija me insiste en que le hable del conflicto en Palestina y de la historia del pueblo judío. Ella lo había intentado ya los días previos. Hasta el momento yo había logrado zafarme, pero ya no me quedaba escapatoria posible. Me remití tan atrás como pude de la forma más objetiva de la que soy capaz, que no sé si es mucho o poco, porque me importa respetar su libertad de construir su criterio propio. Salieron en la conversación los tiempos bíblicos, la historia medieval y moderna de Europa, los inicios del sionismo, el holocausto, la creación del Estado de Israel, Golda Meir y los lejanos ecos del viejo laborismo sionista, la guerra de los seis días, Camp David, los territorios ocupados, Oslo, la situación jurídica del Estado de Palestina en la ONU, la OLP, Hamás, la degradación de la democracia en Israel y su deriva ultra, el papel de Egipto, de Estados Unidos o de Irán, y qué sé yo cuántas cosas más. Otras muchas importantes, evidente, quedaron fuera.

En un momento me confesó que tras todo ese recorrido seguía teniendo dificultades para entender el actual conflicto y sus horrores. Le contesté que me parecía normal sentir que uno no alcanza a comprender por completo la complejidad, que hay que aprender a convivir con ello, sin prisa por tener una posición terminada e imperecedera, una certeza inexpugnable. Le recomendé que mejor fuera sumando todo lo que recibe de diversas fuentes, siempre preocupándose por que sean solventes, para ir afinando su propia opinión y que incluso entonces puede uno permitirse ir modificándola según la realidad o la información disponible o su evolución personal vayan cambiando.

Lo que me gustaría en todo caso haberle trasmitido de modo incondicional, ante este y otros conflictos, es la piedad ante el sufrimiento humano, cualquiera que sea la identidad o la pertenencia de la víctima o del victimario; un rechazo radical ante las medidas que atenten contra los derechos humanos o el derecho humanitario, ante las políticas y represalias que acosan o castigan indiscriminadamente, vengan de donde vengan; una oposición a todo discurso que deshumanice al otro (sea cual sea su identidad) o desprecie identidades colectivas; una aversión instintiva a la crueldad y su inhumana frialdad; una distancia de cualquier trinchera que justifique con demasiada facilidad el sufrimiento de inocentes; una claridad en que una violación de derechos humanos no justifica la siguiente, ni un crimen justifica el siguiente, que las violaciones de derechos humanos y los crímenes internacionales se suman, no se compensan; y que debemos siempre aspirar a buscar una solución basada en el derecho y la justicia, y no en el equilibrio establecido por la fuerza y los hechos consumados por la agresión.

Escribí en estas páginas hace un año, sobre la situación en Ucrania, que “la indiferencia por el sufrimiento humano nos señale aquello de lo que queremos diferenciarnos. Que no nos encuentren nunca brindando contra la vida, por más justa que sea la causa”. Lo mismo me cabe decir ahora.

Esa misma mañana nos habíamos cruzado por los pasillos de las Naciones Unidas con un diplomático ruso, viejo amigo de tiempos pasados con el que, sin embargo, he tenido grandes diferencias desde la invasión de Ucrania. Algo me dijo que en ese momento tocaba presentarle a mi hija. Él me mostró, en reciprocidad, el video de su nieta de cuatro meses. Le felicité con sinceridad. Es la primera muestra de cercanía personal que nos permitimos en año y medio. La muerte de inocentes nos separó. Ahora la vida de mi hija y de su nieta nos acerca, aunque solo sea por unos segundos.

En El discurso del método Descartes buscaba una base para montar los andamios de su pensamiento. Siento que nuestro “cogito ergo sum”, ese primer principio que buscamos, podríamos encontrarlo en la apuesta por la vida: en la esperanza de paz y en la promesa de dignidad que hay en cada nueva vida.