Cada cierto tiempo conviene dar un paso atrás y mirar el cuadro con perspectiva para que el plástico volumen de un golpe de espátula o el detalle mágico de un brillo de luz no nos distraiga del efecto de conjunto que el artista buscó. En política internacional pasa lo mismo: estar al día de las novedades es importante, pero de vez en cuando viene bien ese paso atrás para identificar las grandes corrientes de las que cada evento es parte y que lo dotan de sentido. Y para ello nada ayuda tanto como remitirse a los clásicos.

Estos días he repasado algunos capítulos de uno de los libros fundamentales del siglo XX y parecía que analizaba lo que está sucediendo hoy. Les hablo de Los Orígenes del Totalitarismo, de Hannah Arendt. Recién salida de la Segunda Guerra Mundial Arendt quiso reflexionar sobre las corrientes subterráneas de la historia que explicaban el nazismo y el comunismo para identificar lo que de particular tenían esas formas de imperialismo (que va más allá de la conquista) y de totalitarismo (que va más allá de la dictadura). Publicó su obra en 1951, en medio de una guerra fría cuyos reflejos se perciben en la obra y tal vez la hagan así, para nuestra sorpresa, más actual.

Frente a quienes explicaban el auge de los totalitarismos en Europa mediante meras claves ideológicas frías, Arendt afirmaba que “el nazismo y el bolchevismo deben más al pangermanismo y al paneslavismo respectivamente que a cualquier otra ideología o movimiento político”. Me parece que esa corriente de fondo sigue teniendo peso hoy, puesto que a diferencia del inhumano pero consistente aparataje discursivo del estalinismo, el putinismo, en su inconsistencia ideológica, deja más en evidencia que es esa visión imperialista expansiva la que amalgama la mampostería de residuos que combinan lo mismo la teocracia ortodoxa que la añoranza del estalinismo o el zarismo en ese sistema cruel y cleptocrático que algunos quieren ver como alternativa al sistema liberal.

Arendt identificaba el imperialismo continental de los totalitarismos alemán y ruso (frente al de ultramar británico o francés) como “una ensanchada conciencia tribal a la que se suponía capaz de unir a todos los pueblos de origen semejante, independientemente de la historia y sea cual fuere el lugar donde hubieran vivido. Por eso el imperialismo continental se inició con una mucho más íntima afinidad con los conceptos de raza y era inequívocamente hostil a todos los cuerpos políticos existentes”.

Arendt identificaba en ese imperialismo continental una constante: “insiste siempre en que su propio pueblo está rodeado por un mundo de enemigos y por ese uno contra todos en que existe una diferencia fundamental entre este pueblo y todos los demás, y reivindica a su pueblo como único e incompatible con todos los demás”.

Otra de las características de estos movimientos es su “abierto desprecio por la ley y por las instituciones legales” hasta llegar a la “justificación ideológica de la ilegalidad”. Para entender cabalmente esta característica, Arendt reflexionaba sobre el hecho de que estos movimientos “se originaron en países que nunca habían conocido el gobierno constitucional, de forma tal que sus dirigentes concibieron naturalmente al gobierno y al poder en términos de decisiones arbitrarias emanadas de lo alto”.

En ese contexto el valor de la persona y su dignidad desaparecen “sumida en la corriente del movimiento dinámico de lo universal y la diferencia entre fines y medio se evapora junto con la personalidad. El resultado es la monstruosa inmoralidad de las políticas ideológicas: cada idea, cada valor, ha desparecido en una ciénaga de inmanencia supersticiosa y pseudocientífica”.

Llámenme raro, pero en estas palabras veo tanta historia como presente. Quizá es que Faulkner no estaba tan desencaminado en aquella frase que la propia Arendt citó en otro de sus libros: “el pasado jamás muere, de hecho ni siquiera es pasado”.