No deberíamos denominar referéndum a lo que es una farsa. Puede usted pensar que me dejo llevar por mis pasiones y opto por una palabra cargada de valoraciones subjetivas (farsa) frente a la seguridad de otra (referéndum) que, por muchas críticas que puedan hacerse a lo organizado en Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, resulta más objetiva. Pero lo cierto es que los más objetivo, si uno no quiere quedar atrapado en los pantanosos lodos de las realidades alternativas, es llamarlo farsa.

Según la RAE, farsa es la “acción realizada para fingir o aparentar”, que es exactamente lo que hemos presenciado. Un referéndum consiste, según la misma fuente, en “someter al voto popular leyes o decisiones políticas con carácter decisorio o consultivo”. Aquí ni ha habido voto popular, ni carácter decisorio ni consultivo, por no hablar de la transparencia, las garantías, la seguridad y la libertad. De modo que lo más respetuoso con el lenguaje es llamarlo farsa.

Algunos lo denominan “referéndum ilegal”, lo que es mucho conceder, dado que el problema no es que haya sido ilegal –que lo es desde todo punto de vista– sino que no es un referéndum, sino un fraude y una violenta mentira institucionalizada.

El fascismo y el comunismo han tenido siempre una relación muy particular con la verdad y con los hechos. La palabra del líder se impone sobre la realidad, la reinterpreta y la modifica. Es la realidad la que debe adaptarse a esa verdad revelada, rechazando los viejos prejuicios del humanismo y de la ilustración que confiaban en poder acercarse paso a paso al conocimiento a través de la razón, la observación y el método. Esta lógica del fascismo y del comunismo es heredada por esa extraña amalgama de paranoia victimista, violencia, ausencia de libertades, crueldad y cleptocracia que es el putinismo, nítidamente retratado en su delirante discurso de anexión del viernes. Que haya entre nosotros aún personas equidistantes entre el agresor y el agredido, entre el fascismo y la democracia, entre los hechos contrastados y la propaganda del criminal, muestra lo que ya teníamos que haber aprendido del siglo pasado: que el abismo totalitario y su inquietante oscuridad resultan irresistiblemente tentadoras para muchos de los que viven en las democracias liberales cansados de sus narrativas grises, complejas, burocratizadas y sin épica heroica.

En este dificilísimo momento es necesario volver a los fundamentos y recordar lo que el secretario general de la ONU ha dicho ante esta anexión imperialista rusa.

“Es mi deber como secretario general defender la Carta de las Naciones Unidas. La Carta es clara. Cualquier anexión por medio de la amenaza o el uso de la fuerza es una violación de los principios de la Carta y del derecho internacional. Ninguna adquisición territorial resultante será reconocida como legal. Cualquier decisión de proceder con la anexión de las citadas regiones de Ucrania no tendría ningún valor legal y merece ser condenada. Esta anexión no puede conciliarse con el marco jurídico internacional. Se opone a todo lo que la comunidad internacional debe defender. Se burla de los propósitos y principios de la ONU. No tiene cabida en el mundo moderno. No debe ser aceptada”.

“La posición de la ONU –insiste Guterres– es inequívoca: estamos plenamente comprometidos con la soberanía, la unidad, la independencia y la integridad territorial de Ucrania. Los así llamados referendos no pueden entenderse como una expresión genuina de la voluntad popular. Cualquier decisión de Rusia de seguir adelante pondrá en peligro aún más las perspectivas de paz. Es hora de dar un paso atrás desde el borde del abismo. Debemos trabajar juntos para poner fin a esta guerra devastadora y sin sentido y defender la Carta y el derecho internacional.”

Disculpen una cita tan larga, pero hoy era mucho más importante leer con atención las palabras del secretario general –reléanlas, por favor– que cualquier texto que pudiera escribir quien esto firma.