CUANDO hace ahora cinco años Nicolas Sarkozy (París, 1955) pisó los majestuosos salones del palacio del Elíseo, no se imaginó que solo sería su inquilino durante una legislatura. Considerado por todos, incluido él mismo, como un animal político, no pensó que la crisis también podría con él, al igual que ha pasado con todos y cada uno de los líderes europeos.

Su llegada al Elíseo ha estado marcada por una profunda crisis económica a la que él ha respondido con la creación de un eje franco-alemán para gobernar con mano dura Europa. Su sintonía con Merkel se ha traducido en cientos de encuentros y un sinfín de llamadas. De hecho, hasta se perdió el nacimiento de su hija Giulia porque estaba reunido con la canciller alemana. Además, su presidencia ha estado marcada por la polémica y los escándalos que han enfangado su imagen, como la presunta contratación de trabajadores ilegales para remodelar su palacio de Versalles; el caso Bettencourt, que investiga si durante la campaña de 2007 Sarkozy recibió dinero en efectivo de la heredera de L'Oreal violando las normas de financiación de las campañas políticas; o una malversación de fondos con el pago de comisiones ilegales a Pakistán en ventas de submarinos franceses.

En algunas ocasiones, su comportamiento también ha distado de ser correcto, como cuando en 2007 llamó "imbécil" a una periodista que le preguntó por los rumores de divorcio, o cuando en 2008 llamó "gilipollas" a un ciudadano que le negó la mano. Tampoco hay que olvidar sus constantes apariciones en la prensa rosa: siendo ya presidente, se divorció de su esposa Cecilia para casarse con la modelo y cantante Carla Bruni.